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En busca del oso polar

Texto y fotos: Gorka Ocio gorkaocio@telefonica.net

miércoles 22 de octubre de 2014, 11:53h
En busca del oso polar
Una incursión en moto de nieve en la remota costa oriental de las islas Svalbard (Noruega) ofrece la posibilidad de observar osos polares. Es el sueño de cualquier naturalista que accede a este remoto archipiélago del Ártico europeo, donde el plantígrado es el mejor símbolo de una naturaleza tan salvaje como frágil.


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Las islas Svalbard son un archipiélago salvaje y montañoso con profundos fiordos, extensos témpanos de hielo que cubren la mar y numerosos glaciales, a medio camino entre Noruega, país al que pertenecen, y el Polo Norte. De clima ártico muy extremo en invierno, albergan una población de osos polares que casi duplica la de humanos. Las guías especializadas aconsejan visitarlas desde finales de junio hasta primeros de septiembre, que es cuando la retirada temporal del hielo permite la navegación.

Tengo la suerte de trabajar como observador en barcos de pesca y, en esta ocasión, mi cometido me ha llevado por esas gélidas aguas durante veinte días entre los pasados meses de abril y mayo, una época del año en la que el sol nunca se pone. Me había embarcado dos días antes en la ciudad noruega de Tromsø, a bordo de un bacaladero gallego. Tras navegar los más de seiscientos kilómetros de separación entre el continente europeo y las Svalbard, llegamos a Bjørnøya (isla del Oso). Es la isla situada más al sur del archipiélago. En sus aguas cercanas, mientras el barco recogía las redes, nos llevamos la sorpresa de comprobar que por la popa y en cada virada nos seguían varios cachalotes. Se trataba de un comportamiento que ya lo había observado yo en el Mediterráneo con delfines mulares. Pero no imaginaba que esos grandes cetáceos, al menos en estas latitudes, tenían las mismas costumbres.

Mientras faenábamos al borde de los cantiles rumbo norte y frente a las Svalbard, que se erigían como un inmenso bloque de hielo, roca y nieve, sufrimos las inclemencias de un tiempo tan variable como imprevisible. Tan pronto hacía sol como nevaba, hacía calma como se levantaba un fuerte temporal del suroeste, con olas de cinco a siete metros. Lo peor era cuando soplaba el viento y se formaba en el barco una buena capa de hielo. Vaya por delante mi admiración a la gente de la mar, a la que veía trabajar en estas condiciones tan duras, mientras grandes olas barrían la cubierta al entrar por la popa.

En ese escenario las auténticas reinas son las aves marinas. Se ven sobre todo tres especies: fulmares por millares, en fases clara e intermedia, seguidos por gaviotas hiperbóreas y tridáctilas. Entre ellas, algunas gaviotas argénteas y sombrías y los gigantones gaviones. Más escasas fueron las gaviotas polares, los págalos pomarinos y, empeñados en robar a las gaviotas hiperbóreas los restos de pescado que almacenaban en sus buches, los págalos grandes. A medida que avanzábamos hacia el norte, se veían más fulmares de la rara fase oscura o azulada y las gaviotas hiperbóreas se acercaban volando muy alto desde las islas y en parejas, con un característico reclamo bastante más melodioso que el de las gaviotas de nuestras latitudes.

Cuando llegamos a la altura de los impresionantes farallones del Parque Nacional de Forlandet, en la isla homónima, la más occidental del archipiélago, a poco más de veinte millas de la costa, se nos acercó al barco una de las joyas aladas del Ártico: la gaviota marfil. Se trataba de un hermoso adulto, que después de dar unas vueltas alrededor del pesquero, fue expulsado por una agresiva gaviota tridáctila.

No fue hasta que llegamos al paralelo 79º 01´ Norte cuando empezamos a observar números importantes de álcidos. Se contaban por miles los pequeños y ruidosos mérgulos marinos, que levantaban el vuelo de un pequeño salto a medida que nos acercábamos con el barco. También echaban a volar, tras una torpe carrera contra el viento, los araos de Brünnich, muy abundantes, y los frailecillos y los araos aliblancos, más escasos. En el 79º 46´ Norte viramos para dirigirnos a la localidad minera de Longyearbyen, la ciudad más septentrional del mundo. Mientras nos acercábamos a ella, una foca barbuda nos miró con curiosidad desde el agua y conseguimos ver los primeros ansares piquicortos y barnaclas cariblancas.
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