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Darwin nos hace humildes

miércoles 22 de octubre de 2014, 11:53h
Como bien dice Américo Cerqueira en este número de Quercus, una cosa es hablar de Darwin y otra haberlo leído. La mayoría de la gente conoce a Darwin de oídas y, si se hiciera la prueba, seguramente descubriríamos que tiene un concepto más lamarckiano que darwinista de la capacidad de adaptación de las especies. Podríamos incluso ir más lejos: la idea de la evolución como una criba que actúa ciegamente, sin un fin determinado, debe resultar más bien incómoda. Es lo que tiene la ciencia. Copérnico sacó a la Tierra del centro del universo y Darwin situó al hombre en un arrabal del árbol filogenético. No es fácil aceptar la insignificancia de nuestro planeta y de nuestra propia existencia, pero la alternativa es aún peor: ¿de qué sirve negar las evidencias? El bálsamo de las religiones, consustancial a la historia de la humanidad, cobra aquí todo su sentido.

Nuestra intención en este año de aniversarios y celebraciones ha sido contribuir a divulgar las ideas y la importancia histórica de Darwin, con todas sus secuelas posteriores. Ya que es difícil, en los tiempos que corren, encontrar el tiempo necesario para digerir El origen de las especies, sepamos al menos cuál es la esencia de su contenido y cómo ha inspirado ampliaciones y mejoras en los dos siglos posteriores. A eso dedicamos el Quercus de febrero, que coincidió con el segundo centenario del nacimiento de Darwin, y este de noviembre, que conmemora los 150 años de la publicación de su obra más decisiva: El origen de las especies por medio de la selección natural.

No ha sido un empeño en solitario. Otro colaborador de la revista, Santos Casado, apunta con acierto que en 2009 “hemos tenido Darwin hasta en la sopa”. Por insistir, que no quede. Eso mismo han debido pensar también muchas editoriales, a juzgar por la avalancha de títulos publicados, y no pocas instituciones que, como el Museo Nacional de Ciencias Naturales, se han lanzado a organizar exposiciones y ciclos de conferencias. Si tiene tiempo, lea a Darwin y a sus acólitos; si no, apure al menos estas píldoras concentradas de saber y cultura, aunque sólo sea para andar con más aplomo por el mundo.

Porque el mensaje decisivo de Darwin, su idea fundamental, tiene profundas implicaciones en nuestras vidas particulares. Nos enseña a ser más humildes, menos pretenciosos, más austeros. Nos iguala con el resto de las especies y nos sitúa en un escenario compartido. Es ese escenario el que reclama atención y un nuevo enfoque, ya que las recetas anteriores han dejado de ser válidas. Ni siquiera nos queda el prurito de atribuirnos una capacidad de destrucción que acabe con la vida sobre la Tierra. No tenemos, ni de lejos, esa malvada posibilidad. A lo sumo, envenenaremos lo suficiente el ambiente para que nos resulte irrespirable a nosotros mismos. Nos llevaremos por delante a muchos otros compañeros de viaje, cierto, pero la biosfera se recuperará, sin nuestra ayuda, como lo ha hecho otras veces a lo largo del tiempo. Será diferente, pero seguirá adelante.

Esta cura de humildad es, a efectos prácticos, el mensaje de Darwin adaptado a la sociedad del siglo XXI. No era su propósito en la Inglaterra victoriana, sumida en la industrialización más feroz, pero de ahí la grandeza de sus ideas, que trascienden el momento para aplicarse de forma universal.

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