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El desafío de las invasiones biológicas

martes 30 de mayo de 2017, 21:15h

El pasado mes de abril se confirmó que la almeja asiática (Corbicula fluminea), un bivalvo de agua dulce exótico, había alcanzado el Embalse del Ebro. Concretamente, fue hallada a orillas de La Población de Yuso, situada en tierras cántabras. La primera colonia del río Ebro fue detectada en el embalse zaragozano de Mequinenza en 2002. Así pues, ha tardado apenas quince años en llegar casi hasta su cabecera y hoy en día se considera extendida por toda la cuenca hidrográfica, incluido el Canal Imperial de Aragón. Un avance a todas luces fulgurante. Como buena especie invasora, la almeja asiática es de crecimiento rápido, alcanza muy pronto la madurez sexual, tiene altas tasas de fecundidad y su ciclo vital es corto. Vamos, que cuenta con un auténtico arsenal a su disposición.

En este número de Quercus dedicamos mucho espacio a otras especies exóticas con potencial invasor. Las aguas artificiales y permanentes del piedemonte de la sierra madrileña, donde hasta hace poco proliferaban los anfibios, se han visto ocupadas por peces, cangrejos y galápagos procedentes de Norteamérica, eficaces depredadores de puestas y renacuajos. Las costas gallegas, incluidos los archipiélagos que forman parte del Parque Nacional de las Islas Atlánticas, albergan centenares de plantas ajenas a su flora nativa, la mayoría de las cuales se importaron en su día por razones ornamentales. ¿Nos dirigimos hacia una nueva Pangea? ¿Un único supercontinente donde los océanos ya no suponen una barrera? Tal era la hipótesis defendida por Juan Carlos Guix en el Quercus de marzo.

Las especies que llegan de lejos, ya sea de forma intencionada o fortuita, tienen a primera vista dos horizontes inmediatos. O bien son incapaces de adaptarse al nuevo escenario y perecen, o bien encuentran un terreno abonado, sin competencia, y proliferan a sus anchas. Esto ha ocurrido siempre, claro está, pero no con la rapidez y el alcance de nuestros días. El comercio internacional, las modernas redes de transporte y la globalización de la economía han contribuido de forma decisiva a difuminar las fronteras naturales. Así pues, nos hallamos ante un fenómeno espontáneo que nosotros mismos, los humanos, hemos contribuido a exacerbar. Alejandro Martínez-Abraín, el Detective Ecológico, dice en las páginas siguientes que nuestra impronta es mucho más grave en las islas que en los continentes. No se refiere exactamente a las especies invasoras, pero podría aplicarse a ellas sin mayores problemas. El mes pasado sí que se ocupó a fondo del asunto en su artículo De profesión…. ¿invasora?

Así pues, como multitud de especialistas se han encargado de recalcar, nos encontramos ante uno de los principales desafíos a los que se enfrenta la biodiversidad en todo el mundo. Al menos, la biodiversidad tal y como la conocíamos hasta hace unas décadas. Dado que la alarma es general, destacan con mayor fulgor opiniones contrarias y heterodoxas como la del botánico inglés Ken Thompson, que relativiza mucho la cuestión en su célebre libro ¿De dónde son los camellos?

Pasa lo mismo que con cualquier otro asunto candente: hay argumentos para todos los gustos y estamos sumidos en una fase de debate. Pero los naturalistas tendemos a recelar de los cambios rápidos e incontrolados. Somos más partidarios del parsimonioso devenir de los ritmos naturales y tendemos a sospechar de nuestra inveterada propensión a ejercer como aprendices de brujo. Un impulso que nos ha llevado sin duda a ser lo que somos, pero también a algunos callejones sin salida.

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