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El número Fi, Fibonacci y la armonía natural

miércoles 22 de octubre de 2014, 11:53h
Desde hace siglos, los
filósofos se han interrogado por la razón de que ciertos patrones sean tan comunes en el mundo natural.

De todos ellos, los más
intrigantes son el número

fi y la serie de Fibonacci.
La mañana del 8 de junio de 1954 el cuerpo de Alan Turing fue encontrado sin vida en su apartamento. Según el informe médico, la muerte se produjo la noche previa por una “autoadministración de cianuro potásico en un momento de debilidad mental.” Antes de su muerte, Turing era considerado uno de los científicos más brillantes del Reino Unido y aun del mundo entero. A él se debía el desarrollo de la llamada “máquina de Turing”, un algoritmo matemático capaz de computar cualquier operación matemática y que está en la base de los modernos ordenadores y programas de vida artificial. También trabajó en modelos teóricos de morfogénesis y sus ecuaciones se han convertido hoy día en el referente obligado de este difícil campo. Incluso contribuyó decisivamente a la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial desde el servicio de descodificación británica, puesto en el que impulsó la construcción de la máquina COLOSO, el primer ordenador artificial, que se empleó para descifrar los mensajes emitidos por el ejército alemán.
¿Qué fue lo que pudo empujar a un hombre con tan impresionante bagaje a terminar con su vida en el cenit de su obra científica? Dos años antes, el 31 de marzo de 1952, Turing había sido arrestado por la policía al descubrirse sus relaciones homosexuales con un joven de Manchester. Tras una parodia de juicio, el tribunal le condenó a administrarse unas inyecciones de estrógenos para rebajar su líbido. Según todos los indicios, el tratamiento hormonal desencadenó un cuadro depresivo que en última instancia fue responsable del fatal desenlace. Cuando días después se examinaron sus papeles aparecieron unos manuscritos donde se esbozaba su obra póstuma: un intento por descubrir el papel de la serie de Fibonacci en la organización de las hojas de las plantas (filotaxis).

Medio siglo antes, la serie de Fibonacci había estado a punto de cobrarse otra víctima ilustre. Durante la primavera de 1895, un arrogante joven de diecisiete años llamado Albert Einstein participaba con sus compañeros en una excursión a los Alpes suizos. Ajeno a las explicaciones del profesor, iba concentrado en sus propios pensamientos cuando descubrió una flor de edelweis al borde de un barranco. Movido por la curiosidad se asomó para contar sus pétalos y comprobar que se ajustaban a la serie de Fibonacci. En tal menester andaba cuando perdió el equilibrio y se precipitó al vacío, aunque la rápida intervención de su compañero Adolf Fish le evitó una muerte probable.

Fi, un número de oro
¿Qué es lo que tiene la serie de Fibonacci para intrigar a las mentes más brillantes de todas las épocas? Para responder a esta pregunta tenemos que remontarnos varios siglos atrás, mucho antes incluso del nacimiento del propio Fibonacci. Nos encontramos en el siglo VI antes de Cristo. Grecia empieza a gestar las grandes obras que serán la admiración de generaciones futuras. La corriente filosófico-matemática de los pitagóricos convierte al número en objeto de culto y se afana en buscar todo tipo de patrones numéricos en el mundo natural. De todos ellos, el “número áureo”, también llamado la “divina proporción”, es el que despierta un mayor interés. De acuerdo con la definición de Euclides, el número áureo es la división de un segmento en su media y extrema razón. O, dicho en cristiano: tomemos un segmento y dividámoslo en dos mitades, de forma que el cociente entre la mitad mayor y la menor sea el mismo que entre el segmento entero y la mitad mayor. Mediante un argumento geométrico se deduce que este número puede obtenerse a partir de la expresión , donde corresponde a la letra griega fi y es igual a 1’61803398... Una forma alternativa de calcularlo es a partir de la siguiente fracción infinita:







O de la siguiente raíz infinita:





Desde su descubrimiento se ha visto que, por alguna misteriosa razón, este número es un referente constante en la morfología humana. Midamos dos falanges consecutivas de cualquiera de nuestros dedos y dividamos la longitud de la falange mayor entre la menor. El número que obtengamos ha de parecerse sospechosamente al número áureo y de no ser así sería aconsejable una visita al osteólogo. El mismo número aparece al dividir la altura de una persona por la distancia desde el ombligo a la planta del pie, o al dividir la altura del extremo del brazo levantado por la altura del brazo en horizontal. Ciertamente curioso, pero ¿solamente se manifiesta en la morfología humana? Evidentemente, no. La divina proporción aparece también en las dimensiones de vertebrados y artrópodos, en el patrón de crecimiento de las plantas, en la curvatura de las espirales de las conchas de los moluscos o de las palmeras, en el cociente entre la dimensión mayor y menor de un huevo... Los ejemplos se multiplican en todos los ámbitos del mundo natural y por eso no es extraño que desde la antigüedad la divina proporción fuera empleada por arquitectos y artistas para dotar a sus obras de mayor armonía, desde el Partenón de Atenas hasta la Sagrada Familia de Gaudí, o que en la actualidad aparezca en los utensilios más comunes. No tenemos más que dividir el lado mayor por el menor de nuestro DNI, de una tarjeta de crédito o de un paquete de tabaco.

La serie de Fibonacci o
la fecundidad de los conejos

Volvamos a dar un salto en el tiempo hasta principios del siglo XIII. Es el año de gracia de 1202. El italiano Leonardo de Pisa (1175-1240), más conocido por Fibonacci, acaba de publicar la que será su obra más famosa, el Liber abacci. En ella recopila el conocimiento matemático que ha ido aprendiendo durante sus múltiples viajes al mundo árabe. En esta obra aparece un problema aparentemente insustancial: supongamos que tenemos una pareja de conejos inmaduros y que maduran en la siguiente estación; a continuación se reproducen y tienen una camada formada por otros dos conejos inmaduros, que a su vez tardan una estación en madurar, y así sucesivamente. Suponiendo que los conejos son inmortales, se pregunta cuántas parejas de conejos habrá al cabo de n estaciones. La respuesta, tras un mínimo de cálculo elemental, resulta ser igual a la siguiente serie numérica: 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, 34, 55... Donde cada número representa las parejas de conejos presentes en cada estación. Esta secuencia recibe el nombre de serie de Fibonacci y tiene la curiosa propiedad de que cada número se forma sumando los dos anteriores.

Siendo objetivos, hay que reconocer que la utilidad de la serie de Fibonacci para calcular la dinámica de población de los conejos es más bien escasa. Pero, al igual que antes, los términos de esta serie han sido seleccionados por la naturaleza para formar todo tipo de estructuras. En efecto, si nos molestamos en contar el número de verticilos de cualquier flor, tales como pétalos, sépalos o estambres, veremos cómo en la mayoría de los casos este número corresponde a uno de los términos de la serie de Fibonacci, o en su defecto de la llamada “serie anómala”, formada por los dígitos 1, 3, 4, 7, 11, 18... Y que tiene la misma particularidad que la anterior. Lo mismo sucede con otras formaciones naturales como la disposición de las hojas en una planta (la ya mencionada filotaxis), la distribución de las placas en una piña o la estructura espiral de las galaxias.

Vemos así como dos relaciones aparentemente inconexas, el número áureo y la serie de Fibonacci, son el misterioso patrón sobre el que se articulan gran cantidad de fenómenos naturales. Por eso resulta lícito preguntarnos si, pese a su origen dispar, no habrá alguna relación entre ambos. Y la respuesta, por supuesto, es afirmativa: dividamos un número de la serie de Fibonacci entre el precedente, por ejemplo el ocho entre el cinco, y obtendremos 1’6, sospechosamente parecido al número áureo. Si dividimos otros dos números consecutivos de la misma serie, pero mayores, como el 55 y el 34 obtenemos 1’6176, que se acerca mucho más al mágico número. Conclusión: al dividir un número de la serie entre el precedente se obtiene un valor que se aproxima tanto más al número áureo cuanto mayores son los números que se dividen.

Un reto divino
Lo que nos lleva a plantearnos uno de los misterios más deliciosos del mundo natural: ¿cuáles son las razones de tal cúmulo de coincidencias? Parte del misterio se ha resuelto gracias a los trabajos de Douady y Couder (1), quienes demostraron que la secuencia de Fibonacci se ajusta a los valores que dan el máximo empaquetamiento de primodios en las yemas de las plantas, estructuras que en el desarrollo de la flor se dividen en varias células, cada una de las cuales formará por división sus diferentes elementos. Como demostraron ambos investigadores, estas células primitivas adoptan espontáneamente la disposición que permite un óptimo aprovechamiento del espacio disponible y dicha disposición se corresponde exactamente con la secuencia de Fibonacci. Lo que puede explicar también el ajuste entre la serie y el número de verticilos florales. Pero ¿sucede lo mismo con el resto de las coincidencias? En la medida en que ambos elementos, el número áureo y la serie de Fibonacci, están conectados entre sí parece tentador responder a esta pregunta afirmativamente, pero no se entiende en qué medida puede explicarse la longitud de las falanges o las proporciones de un huevo a partir de consideraciones del tipo de “empaquetamiento óptimo”.

Mientras el misterio se resuelve, un insospechado pasatiempo durante nuestros paseos campestres puede ser el de emular al joven Einstein y entretenernos en contar o medir distintos elementos naturales para determinar si se ajustan a una de las dos relaciones mágicas. ¿Las hallaremos, tal vez, en las telas de arañas? ¿Quizá en el patrón de crecimiento de las púas de los equinodermos?
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