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Ecodinámica: la nueva síntesis (primera parte)

Por José Gabriel Segarra

miércoles 22 de octubre de 2014, 11:53h
Ecodinámica: la nueva síntesis (primera parte)
La termodinámica nació en el siglo XIX para mejorar el rendimiento de las máquinas de vapor. Pero hoy empieza a configurarse como la herramienta que podría propiciar un cambio de paradigma en ecología.
Ese asunto de la adaptación como progreso lleva a un círculo vicioso: sobrevive el más apto. Bien. Pero... ¿quién es el más apto? El que sobrevive.” Este ingenioso argumento circular le servía a Jorge Wagensberg, físico, escritor y director del Museo de las Ciencias de Barcelona, para justificar la necesidad de encontrar una herramienta con la que romper el círculo vicioso que afecta al mecanismo de adaptación biológica. En su opinión, la solución podía venir de la mano de una ciencia a la que hasta hace algunos años los biólogos no habían prestado mucha atención: la termodinámica.

Lo cierto es que, en la actualidad, cada vez más ecólogos teóricos están volviendo la vista hacia la termodinámica, a la que consideran el Santo Grial que nos va a conducir a un necesario cambio de paradigma. Dada la complejidad e importancia del tema vamos a dedicarle dos artículos. En este primero daremos un somero repaso a los principales hitos en el desarrollo de la termodinámica. En el segundo nos detendremos a contemplar los jugosos frutos que está empezando a dar su maridaje con la ecología.

El nacimiento de una ciencia
En 1822 el joven ingeniero francés Nicolas Léonard Sadi Carnot publicaba su gran obra: Reflexiones sobre la potencia motriz del fuego. ¿Por qué las máquinas de vapor francesas –se preguntaba– eran menos eficientes que las inglesas? En aquellos años se pensaba que, para mejorar la eficiencia de la máquina, bastaba con aumentar la temperatura de la caldera. Sin embargo, muy a menudo los operarios comprobaban desconcertados cómo el rendimiento no mejoraba ostensiblemente, pese a añadir nuevas paletadas de carbón. Carnot demostró que la eficacia dependía, en realidad, de la diferencia de temperatura entre la caldera y el radiador: “La producción de calor no es suficiente para dar origen a la potencia impulsora, es necesario que haya frío; de otro modo, el calor sería inútil.”
Aquel mismo año nacía en Prusia Rudolf Clausius. Desde muy joven empezó a interesarse por el estudio del calor y, después de licenciarse, se sintió cautivado por los trabajos de Carnot. Pero, aunque buscó su obra con avidez en las librerías, no encontró la menor traza. La razón de esta ausencia era que en 1832, con 36 años de edad, Carnot había enfermado de cólera y, por orden del inspector de salud, se habían quemado todas sus pertenencias, papeles incluidos. Clausius tuvo que estudiar la obra de Carnot mediante fuentes de segunda mano y fue así como descubrió que éste había calculado el rendimiento de una máquina de vapor teórica y, al compararlo con el de las máquinas reales, había visto que era del orden de un veinteavo en el mejor de los casos. La causa de esa brutal disparidad radicaba en las imperfecciones de las piezas mecánicas y, muy especialmente, en la fricción.

En 1850 Clausius dio a conocer sus propias investigaciones en un artículo titulado Sobre la fuerza motriz del calor y sobre las leyes que pueden deducirse de ella para una teoría del calor, donde demostraba que calor y trabajo eran dos aspectos de una misma entidad, a la que posteriormente se llamó energía. Afirmó también que la energía del universo se mantiene constante y que, además del calor y del trabajo, había más tipos de energía: eléctrica, solar, acústica... También llegó a la conclusión de que al realizar cualquier trabajo siempre se pierde parte de la energía inicial en forma de calor: “En todos los casos en los que se produce trabajo por medio del calor, se consume una cantidad de calor que es proporcional al trabajo realizado.”
Creyó oportuno, posteriormente, acuñar un nuevo término para referirse a esta pérdida de energía útil: “He acuñado intencionalmente la palabra entropía para que sea lo más parecida posible a la palabra energía, porque las dos magnitudes (...) están casi tan imbricadas en su significado físico que parece deseable cierta similitud en su denominación.” Poco podía imaginar entonces que aquel inocente vocablo se convertiría de uno de los parámetros más enigmáticos y fascinantes del entramado científico. Clausius se preguntó entonces si la entropía, al igual que la energía, se mantendría constante en el universo. Al estudiar el cambio de entropía en las máquinas ideales de Carnot, vio que el balance era cero, tal y como había supuesto. Pero al calcular su valor en las máquinas reales comprobó con asombro que siempre era positivo. La desalentadora conclusión era que la entropía siempre aumenta en el universo. Había nacido el segundo principio de la termodinámica.

Lo cierto es que por entonces el concepto de entropía desconcertaba a los científicos. ¿Se trataba de una magnitud genuina o de un mero artefacto matemático? La respuesta apareció el año 1872, cuando el físico Ludwig Boltzmann publicó una ecuación que describía la evolución irreversible de un sistema formado por moléculas gaseosas. Cuando examinó la ecuación con detalle, comprobó con asombro cómo el valor numérico de la solución tendía a crecer con el tiempo. Ahora bien, él sabía que en los sistemas aislados la entropía aumentaba hasta llegar al equilibrio. Boltzmann supuso entonces que su ecuación medía la entropía del sistema. Aquí estaba la razón del incremento de la entropía que predecía la segunda ley: en todo proceso el estado ordenado era más improbable que el desordenado y por eso se tendía espontáneamente del primero al segundo, lo que terminó por dar a la entropía su sello de autenticidad.

En realidad la intención última de Boltzmann era aportar pruebas a favor de la teoría atómica de la materia, que no estaba plenamente aceptada en su época. Pero su carácter depresivo y la opinión contraria a sus ideas de buena parte del estamento científico, le llevaron al suicidio en 1906, sin saber que un año antes un desconocido científico, Albert Einstein, había publicado un trabajo que demostraba sin ambages la realidad física del átomo.

Termodinámica y vida
A mediados del siglo XX la termodinámica se había convertido en una respetable ciencia, muy apreciada por físicos e ingenieros para calcular el rendimiento de reacciones químicas o de procesos físicos, pero alejada aparentemente del complejo mundo de la biología. Y es que los seres vivos, con su terca tendencia al incremento creciente de complejidad, parecían incumplir los postulados de la segunda ley. Todo esto cambió el año 1943, cuando en la sala de conferencias del Trinity College de Dublín el físico austriaco Erwin Schröedinger dio un ciclo de tres conferencias con el título genérico de ¿Qué es la vida? El aspecto físico de la célula viva. La revista Time cubrió las disertaciones y se hizo eco de la gran expectación que generaron en la capital irlandesa: “Su manera de hablar suave y jovial, su caprichosa sonrisa, son cautivadoras. Y los dublineses se enorgullecen de tener a un Premio Nobel viviendo entre ellos.”
Sus dos primeras conferencias trataron del cromosoma como cristal aperiódico y fueron el preludio del posterior descubrimiento de la estructura del ADN. La tercera abordaba la aparición de orden a partir del desorden a través de la termodinámica y se preguntaba la razón de que los seres vivos parecieran no cumplir el segundo principio de la termodinámica. En opinión de Schröedinger, “es por evitar la descomposición rápida hacia un estado inerte de equilibrio que un organismo parece tan enigmático.” De alguna forma, afirmaba, los seres vivos pueden retrasar el estado de máxima entropía a costa de alimentarse de “entropía negativa” o, en otros términos, disminuyen su entropía a costa de aumentar la de su entorno. Dos años después estas conferencias aparecerían publicadas en un pequeño libro de título muy sugestivo, What is life?, que desde entonces ha cautivado la imaginación de todo aquel que se ha asomado a sus páginas.

Fue entonces cuando entró en escena el químico de origen ruso Ilya Prigogine. Nacido en Moscú en 1917, con sólo cuatro años de edad emigró de Rusia con su familia, junto a la marea humana que huía de la revolución. Su familia se instaló en Bélgica en 1929, donde estudió física y química en la Universidad Libre de Bruselas. Por entonces cayó en sus manos el librito de Schröedinger. En el último capítulo, su autor aventuraba la hipótesis de que tal vez la vida funcionaba como un péndulo sin fricción. Por el contrario, Prigogine sospechaba que debía ser la fricción la responsable del aumento de organización y, por tanto, de la vida.

Pronto empezó a interesarse por el estudio de los seres vivos como paradigma de sistemas complejos: “Personalmente siempre he estado interesado en la biología como prototipo de orden. No es que quisiera hacer biología, pero veía en la vida un fenómeno fuertemente ordenado, pero con un orden muy distinto al astronómico. Me propuse, como físico, encontrar la manera de traducir ese orden más complejo.” El problema era que las ecuaciones de la dinámica no imponen ninguna dirección al tiempo, que aparece siempre elevado al cuadrado y genera la misma solución tanto si es positivo como negativo. Tampoco la relatividad ni la mecánica cuántica tienen en cuenta la irreversibilidad. El matemático Roger Penrose, de la Universidad de Oxford, se lamentaba de esta situación cuando escribió: “A escala local, todas las leyes de la física son simétricas con respecto al tiempo; no obstante, la asimetría del tiempo es patente a escala macroscópica.”
Hasta la segunda mitad del siglo XX, la ciencia se había elaborado en el supuesto de que los sistemas se encontraban en equilibrio. Prigogine no tardó en mostrar su desacuerdo con esta situación: “Después de todo, vivimos en un mundo donde lo normal es el no-equilibrio; tanto es así, que el estado de equilibrio puede considerarse como una situación rara, particular, casi un estado artificial.”
Una nueva termodinámica
Bajo la tutela del investigador Théophile de Donder, Prigogine empezó a estudiar los sistemas próximos al equilibrio. Se sabía desde el siglo anterior que en un sistema aislado la entropía aumenta hasta llegar al máximo grado de desorden. Posteriormente se habían desarrollado otros parámetros, como las energías libres de Helmholtz y Gibbs, que pueden aplicarse en sistemas abiertos y cerrados, siempre que estén en equilibrio. Sin embargo, todos estos parámetros no sirven para estudiar la dinámica de las estructuras complejas, aquellas que gustan de medrar en los sistemas abiertos y fuera del equilibrio.

Se hacía necesario el desarrollo de una nueva disciplina, una termodinámica que estudiase aquellos sistemas que se mantienen alejados de su estado de equilibrio por la existencia de alguna ligadura impuesta desde el medio exterior. Prigogine demostró en el año 1947 que en los sistemas fuera de equilibrio pero próximos a él la evolución tiende a un estado estacionario, en el cual la producción de entropía ha alcanzado un mínimo que corresponde a su potencial. Por ello, el teorema de Prigogine se llama “principio de producción mínima de entropía.” Lamentablemente, también se demostró que los sistemas próximos al equilibrio no pueden formar estructuras ordenadas, puesto que carecen de sentido del tiempo y siempre retornan al mismo atractor. Para encontrar la clave de la complejidad había que buscar en otra parte.

Si los sistemas complejos no pueden formarse en el equilibrio ni cerca de él, sólo queda un sitio donde mirar. Allí fue donde Prigogine dirigió su mirada y donde finalmente obtuvo la clave que buscaba, en aquellos sistemas que se mantienen mediante malabarismos muy alejados del equilibrio. Pudo descubrir entonces que ciertos sistemas podían generar estructuras al disipar energía. Les llamó “estructuras disipativas” y pronto tuvo el convencimiento de que era a través de ellas como los sistemas desordenados podían conquistar regiones crecientes de complejidad. No es, sin embargo, una conquista gratuita, en la medida en que las estructuras disipativas tienen que mantener un flujo continuo de materia y energía con su medio ambiente para mantenerse lejos del equilibrio. Ejemplos de tales estructuras los hay por todas partes: en las termitas cuando construyen sus nidos, en las ciudades, en las reacciones químicas oscilantes o en el comportamiento cooperativo del moho del limo.

Es precisamente lejos del estado de equilibrio donde el antiguo potencial se torna inestable y van apareciendo nuevos estados estables. Ahora bien, el carácter no lineal de estas ecuaciones implica que la aparición de los nuevos estados estables sea impredecible. Se crea, de esta manera, una nueva dialéctica entre el comportamiento determinista de las ecuaciones que rigen el comportamiento del sistema y la aparición aleatoria de los nuevos estados. “Parece que la realidad –explicaba Prigogine– se sitúa entre las dos posibilidades: ni azar ni necesidad, sino una compleja mezcla de ambas. Es lo que ocurre ciertamente en el caso de las estructuras disipativas. Las fluctuaciones (elemento indeterminista) escogen una estructura entre varias posibles y luego permanecen cierto tiempo en ella (elemento determinista)”.

Paralelamente a este desarrollo, la ecología sufría una serie de convulsiones no menos radicales, bajo el impulso de figuras como Hutchinson, MacArthur, los hermanos Odum o Wilson, que terminarían por conformar su aspecto actual. Fue entonces cuando un joven y desconocido ecólogo catalán, Ramón Margalef, pudo prever la necesaria confluencia entre ambas disciplinas y se convirtió en el primer científico que supo traducir la teoría de la información y la termodinámica al lenguaje de la ecología.

Hoy en día la intuición de Margalef empieza a tomar cuerpo y todo apunta a que la termodinámica podría aportar el andamiaje necesario para un nuevo cambio de paradigma en ecología. Pero eso lo veremos en el siguiente artículo.



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Bibliografía
Segarra, J.G. (2009). Vida artificial: del caos al orden. Algar. Alzira (Valencia).
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