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Viaje al centro de la avifauna islandesa

POR JAVIER RICO

miércoles 22 de octubre de 2014, 11:53h
Viaje al centro 
de la avifauna islandesa
Visitar Islandia en pleno periodo reproductor de las aves marinas, disponer para su observación de algunos de los equipos ópticos más avanzados del mundo y estar rodeado de las personas que forman la flor y nata de la divulgación ornitológica y el birdwatching planetario. ¿Alguien da más? Es posible, pero no cabe en la
entradilla. Pero sí en el texto que sigue a continuación.
Los tres ingredientes citados, sazonados con otros que acabaron por elevar el viaje a la categoría de inolvidable, formaron parte de una rauda pero intensa estancia en la isla de los fiordos y los glaciares, durante la que se presentó el nuevo modelo de prismáticos de alta gama de Swarovski.
“Nos faltó el porrón islándico”, se lamentaba al terminar el viaje Jón Baldur Hlíoberg, ilustrador y guía durante los tres días de recorrido por parte del área más occidental de Islandia. Aparte de excelente dibujante y amplio conocedor de la flora y fauna de su país, Jón resultó ser un ameno narrador de historias, leyendas y mitos de un país que los tiene a cientos, por lo que se le perdonó que el esquivo porrón patrio no se hubiera mostrado. Se le buscó especialmente en las lagunas, presas y charcas que forman y rodean el Parque Nacional de Pingvellir. Se soportaron varias acometidas de una lluvia finísima escudriñando todo el perímetro de estas láminas de aguas. Pero no hubo manera. Bien es cierto que no estábamos en su mejor punto de reunión en la isla, que queda más al noreste, en el lago M?vatn.
“Tranquilo Jon, el viaje ha sido altamente productivo”, le decíamos, aunque algunos no ocultaban una indisimulada contrariedad, sobre todo los del sector de birders compulsivos. Qué más se podía pedir después de haber visto a colonias de miles de charranes árticos, fumareles comunes y gaviotas tridáctilas; una pareja de pigargos vigilantes ante su nido; patos arlequines demostrando su destreza en vuelo al remontar ríos y arroyos, incluso bajo los puentes; la fina y delicada belleza del faloropo picofino deslizándose por aguas interiores; o asistir al canto lastimero de los colimbos chicos.

Una isla serena
pero turbulenta

Islandia es una isla que inspira una serenidad fuera de lo común a pesar de su turbulenta formación y su continúa actividad sísmica y volcánica. El interior terrestre está en plena ebullición y días antes de nuestra llegada lo demostró un terremoto de magnitud 6’2 en la escala de Richter, del que pudimos observar sus efectos precisamente en plena búsqueda del porrón islándico, en los alrededores de Selfoss.

Pero los restos de esta efervescencia interior que más se notan en el exterior son los volcánicos. A veces se tiene la sensación de estar en Lanzarote, pero en verde. En la isla canaria los líquenes cubren ligeramente la lava y las rocas volcánicas, pero aquí lo hacen el musgo y unas adelantadas comunidades florales, que van desde una especie que semeja precisamente un musgo con flores (Silene acaulis) a portes arbustivos de abedules y sauces. Y de fondo las laderas de los diferentes conos volcánicos salpicadas de cascadas.

Entre estas accidentadas tierras y aguas tienen su hogar 70 especies de aves. Son las que forman el grupo de nidificantes, aunque hay citas de algo más de 350 a lo largo de todo el año. No son pocas si se tiene en cuenta el clima extremo que soporta la isla y la poca variedad de ecosistemas existentes. Durante todo el viaje no encontramos una sola masa boscosa, ni grande ni pequeña. Según el propio Jón, “sólo queda en pie un 3% de la superficie forestal original y en el intento por recuperarla se han realizado repoblaciones con especies alóctonas, como el alerce de Siberia y coníferas del norte de América”.

En cualquier lugar salta la sorpresa en forma de aves
Para un recién llegado al fascinante mundo de la ornitología y a un país nunca antes visitado, una costa aparentemente sosa como la de Keflavik (apéndice industrial y aeroportuario de Reykiavik) es capaz de albergar las primeras atracciones del viaje.

En este repaso al cuaderno de campo que transcribo sobre la marcha hay un nombre propio sin cuya aportación el recorrido no habría alcanzado el sobresaliente. Eduardo de Juana, presidente de la Sociedad Española de Ornitología (SEO/BirdLife), también fue de la partida, lo que supuso un ingrediente más que mejoró enormemente mi inglés chapucero, mis conocimientos de la avifauna y mi relación con el resto de grandes popes de la ornitología. Con él, Martin Davies (uno de los organizadores de la Birdfair, la feria más importante del mundo sobre aves) y el sudafricano Peter Ryan (autor de infinidad de estudios, libros y guías de la avifauna africana y colaborador habitual del Handbook of the birds of the World), las costas de Keflavik pasan a convertirse en un escenario de documental de naturaleza donde todo lo que se ve, se identifica y se disfruta al instante: las parejas de eideres comunes en la orilla, las de arao aliblanco atreviéndose con el oleaje más molesto, los vuelos rasantes rozando los acantilados de fulmares comunes y gaviotas tridáctilas y las acrobacias del charrán ártico.

En Islandia, por mucho que se ponga el listón de la observación de aves alto, al día siguiente queda rebasado a poco que te muevas con cierto criterio naturalístico. La mañana de ese día siguiente se reparte entre el puerto de Reykiavik y el lago Bakkatjörn, auténtico hot spot este último, del que me sacan con fórceps. La concentración de aves, en número y calidad, hace tambalear el listón. Gaviotas de Delaware, hiperbórea y sombría, haveldas, agachadizas, ánades frisos, cisne cantor y ostreros, entre otras, abarrotan el lago, en el que hay espacios donde cuesta observar el agua en el que irrumpen, se posan y nadan.

De camino a la península de Snaefellsnes, otro destino cinco estrellas que nos espera al finalizar el día, hay otra parada que no desmerece en nada la dejada atrás. Los alrededores de Eldborg aparentan condiciones esteparias, pero con sustrato volcánico y estrecha cercanía al mar. No resulta complicado ver aquí a inquietos archibebes comunes, agujas colinegras y zarapitos trinadores, y al más reposado chorlito dorado, con su librea nupcial. Nos quedamos con las ganas del lagópodo alpino, del que Eduardo me chiva que es terreno propicio por la combinación de encharcamientos, pequeñas formaciones rocosas y vegetación rala, pero suficiente para ocultarse.

El lago Akrais, en las cercanías de Eldborg, vuelve a agotar los calificativos, impulsados por el recibimiento desde el aire que nos brindan gaviones y págalos parásitos y desde el agua porrones moñudos y la estilizada presencia de las parejas de colimbos chicos. Otro grito, éste el del fotógrafo holandés Martin Hierk, autor de algunas de las imágenes de este reportaje, nos pone sobre la pista de otra figura de perfil estilizado, el de un macho de faloropo picofino, que transita curioso por la orilla más cercana a donde nos agolpamos, ajeno casi por completo al revuelo que ha despertado entre la tropa de birdwatchers. El merecido punto caliente para este lugar se remata con las estribaciones arenosas que anuncian el mar y su costa rocosa.

Ovnis con plumas y pico
Alcanzada la península de Snaefellsnes y, en su extremo, el volcán y glaciar del mismo nombre, la fuerza sobrenatural que se les atribuye parece atraer a las aves en masa. Por aquí situó Julio Verne parte de su Viaje al centro de la Tierra y aquí ubican hoy en día los aficionados a la ufología uno de sus centros neurálgicos. Hace un par de años, se congregaron algunos de estos seguidores ante el anuncio de un probable aterrizaje de un ovni. Su gozo en un pozo. Todos los objetos voladores que aquí aterrizan son seres vivos, están identificados y llevan décadas haciendo las delicias de quienes los observan. Y como muestra está el pueblo de Arnarstapi y sus acantilados.

Los charranes árticos se cuentan aquí por miles, se posan en caminos, carreteras y cabañas, molestan y espantan a los pacientes caballos que pastan en las granjas y hacen atrevidas incursiones sobre las cabezas de los viandantes. Mientras, miles de pacientes fulmares y gaviotas tridáctilas se concentran en incubar a los polluelos, punteando de blanco imponentes y sinuosos acantilados. Las cifras generales de estas dos aves marinas sobrepasan el millón de parejas nidificantes a lo largo y ancho de la isla, y en ocasiones ocupan fachadas marinas de más de diez kilómetros seguidos, especialmente los fulmares.

Al norte de la península se abre el fiordo y la bahía de Breida, un lugar que acoge a más de la mitad de la especies nidificantes (está declarada área importante para las aves) y que en su apertura al mar reserva espacio para la visita de varias especies de cetáceos (orcas y ballenas minke y jorobada). Más de mil islas e islotes y un extenso ramillete de charcas y lagunas intermareales se ofrecen como alojamiento para la fauna.

Desde Stykkishólmur, un barco nos adentra en esta maravilla interactiva entre el mar y la tierra. Son las 10 de la noche y no hay temor a que la oscuridad nos cierre el paso ante lo que se avecina. El verano ártico ofrece estas ventajas al observador de la naturaleza: llegar a las doce de la noche con la suficiente claridad para ver, por este orden, a una pareja de pigargos (la hembra empollando en el nido y el macho, a unos metros, vigilante ante la cercanía de forasteros armados de óptica hasta los dientes); a parejas de cormoranes grandes y moñudos rodeados de fulmares; y a una colonia de frailecillos, una de las estrellas de la fauna islandesa que aún faltaba por disfrutar en su ambiente.

El arlequín que solo actúa en ríos y costas de Islandia
Con el regusto de haber vivido posiblemente la jornada ornitológica más gloriosa de mi vida hasta el momento (equiparable a la que compartí con Marcelino Cardalliaguet y otros amigos de SEO/BirdLife Extremadura durante un maratón ornitológico por Cáceres) afrontamos el tercer día en Islandia. Mientras las verdes elevaciones volcánicas se suceden en el paisaje al volver de nuevo hacia el sur, en la mente de todos va fijado un nombre: pato arlequín. Las cerca de 3.000 parejas europeas de este colorista y consumado buceador se reparten única y exclusivamente por Islandia. Por lo tanto, resulta un privilegio rastrear con prismáticos y telescopios el lecho del río Faskrud hasta que, a la voz e indicaciones de Jón, enfocamos todos hacia un pequeño remolino que se forma en un remanso. Una pareja aparece y desaparece constantemente de la superficie. La destreza con la que se mueven en estas aguas más bravas explica el por qué son capaces de vérselas con el mar en la época invernal.

El lago Medalfellsvatn está situado cerca del fiordo de la ballena (Hvalfjördur), justo en el camino al sur que continuamos hacia el Parque Nacional de Pingvellir. Además de las decenas de parejas de eideres, del interior de sus aguas emerge repentinamente un colimbo grande, otra especie que deslumbra por un plumaje estival que se pierden los afortunados que dan con él en invierno en las costas atlánticas españolas. La parada en la cola del fiordo, donde se alzan con mayor lustre los abedules y se rodean de un tímido sotobosque con variedades de frambuesa, da protagonismo también a aves de menor tamaño. Es el momento del bisbita común, el chorlitejo grande y la lavandera blanca.

El Parque Nacional de Pingvellir tiene más de nacional por lo histórico que por lo natural, aunque reúne sobradas condiciones paisajísticas que le han hecho honor a ser considerado también Patrimonio de la Humanidad. Una de ellas es que, en ningún lugar de Islandia queda patente como aquí que la isla reparte su territorio, geológicamente, entre las placas euroasiática y norteamericana. Una parte de la falla atlántica asoma en Pingvellir y se convierte en reclamo turístico junto al nacimiento del río Öxará y las cascadas y lagunas que se forman en este tramo.

El lago interior más grande de la isla y las connotaciones históricas mencionadas (cuna de la civilización islandesa y lugar en el que se asentó el parlamento más antiguo conocido) acaban por elevar la trascendencia de este área. Entre la avifauna, un pequeño pero notorio representante de la misma, el zorzal alirrojo, agradece la mayor cobertura vegetal (arbustiva y arbórea) y no para de exhibirse, en cuerpo y canto. En las lagunas, nadan, más comedidos, los ánsares comunes, que ya se acompañan en su estela de la prole del año.
“Javier, vamos hombre, que sólo faltas tú”, me apremia Jón. La descarada y cercana presencia de los zorzales y las escenas maternas de los ánsares, paralizaron el tiempo y hubo que echar mano de nuevo del fórceps para despegarme de allí, a pesar del “calabobo” que caía,
Y la intención final era dar con el porrón islándico antes de acabar en Reykiavik. Pero lo dicho, hubo serreta mediana, porrón bastardo y más patos arlequines y sin noticias de aquél. Tranquilo Jón, que yo casi con las escenas tan cercanas de zorzales y ánsares remato con nota alta este viaje al centro de la avifauna ártica.
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