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El legado inmaterial de Félix Rodríguez de la Fuente

martes 25 de febrero de 2020, 12:00h

La noticia me dejó helado. Félix Rodríguez de la Fuente había muerto en un accidente de avioneta mientras filmaba uno de sus documentales en Alaska. Era el 14 de marzo de 1980, el mismo día que cumplía 52 años. Mucho después, su viuda, Marcelle Parmentier, contó una anécdota estremecedora. En aquella época, sin Internet ni teléfonos móviles, las comunicaciones entre Alaska y España eran precarias, así que durante su anterior conversación habían acordado que reuniera a sus tres hijas el día de su cumpleaños, cuando trataría de llamar a casa por la noche. La llamada que recibieron fue muy distinta, pues les anunciaba su deceso. Una vida de héroe: intensa, corta y memorable. Hasta el final.

Como es sabido, detrás de la figura legendaria de Félix trabajaba un nutrido equipo de profesionales. Pero había algo que nadie podía hacer por él. Esa voz enfática y subyugante era estrictamente suya. Una voz capaz de encandilar a cualquier audiencia. Pude comprobarlo en un ruidoso bar de Madrid donde intentaba comunicarme a gritos con un amigo. Por supuesto, la televisión estaba puesta y nadie le hacía el menor caso, aunque contribuía a la barahúnda general. De repente, poco a poco, bajó el volumen de las conversaciones y aquel aparato en blanco y negro empezó a captar la atención de los parroquianos. Había empezado un programa de El Hombre y la Tierra y la voz, la voz de Félix, se había ido imponiendo como un bálsamo. Lo que antes era pura algarabía se transformó en un auditorio atento, prendido de sus palabras. En eso no tenía igual. Podría haber sido un chamán, un vendedor de aspiradoras o incluso un político, como muchos temían, pero era un odontólogo reconvertido en naturalista. Un aventurero.

Mi hermano y yo, como tantos otros chavales de aquella época, corríamos por el pasillo de casa en cuanto oíamos la sintonía de su programa, aquel sincopado y rítmico hallazgo de Antón García Abril que prometía atávicas escenas de la vida salvaje. Y luego nos dejábamos llevar por el hilo de una historia bien contada. Era imposible distraerse. Un don divino, un canto de sirena.

Varias generaciones de españoles descubrieron la naturaleza o se reconciliaron con ella gracias a aquellas seductoras palabras. Las rapaces dejaron de ser alimañas, los lobos ya no eran el azote del mal, las cabras perdieron su sesgo diabólico. Se convirtieron en los adalides de la fauna ibérica, dignos de conocer y motivo de orgullo. También de preocupación, pues con frecuencia seguían amenazados por la codicia humana. La vida en las ciudades se nos antojaba pobre en comparación con las trepidantes escenas que tenían lugar en los bosques, humedales y cañones calizos, traídas en volandas hasta el cuarto de estar. La llamada de la selva, los benditos genes del Paleolítico que aún perturban ciertas naturalezas.

La revista Quercus no fue ajena al Fenómeno Félix. Quien más quien menos, todos los que pasamos por ella habíamos sucumbido al hechizo de sus locuciones radiofónicas, sus programas documentales o sus fascículos coleccionables. Un buen amigo, Américo Cerqueira, librero del Museo Nacional de Ciencias Naturales de Madrid, copiaba a mano cada entrega de Fauna que le prestaba un vecino. ¡A mano y con su bien formada caligrafía!

Han pasado justo cuatro décadas desde el accidente que truncó la carrera de Félix Rodríguez de la Fuente. Hoy tendría 92 años y nadie sabe qué metas acariciaba al regreso de su viaje, cómo se habría desarrollado el interés por la naturaleza de haber seguido presente. Fue un pionero, aunque no el único, ni mucho menos. Quizá el más influyente gracias a su dominio de un medio tan atractivo como la televisión. Eso sí, desde entonces nadie más ha vuelto a programar documentales sobre nuestra fauna en horarios de máxima audiencia.

Rafael Serra, director de Quercus

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