Editorial

Parques de taifas

Miércoles 22 de octubre de 2014
La reciente sentencia del Tribunal Constitucional que reconoce el derecho de las comunidades autónomas a gestionar en exclusiva los parques nacionales ha caído como un jarro de agua fría en el Ministerio de Medio Ambiente y en las principales organizaciones ecologistas de ámbito estatal, mientras que algunas agrupaciones locales la han aplaudido. En Quercus siempre hemos apostado por la existencia de una red de parques que fuera efectivamente nacional, es decir, competencia del Estado y resumen de un país muy diverso y aún con importantes espacios naturales dignos de ser conservados como muestra de un patrimonio común. Tampoco nos hemos opuesto a que las comunidades autónomas participaran en la gestión de dichos parques y, como han ofrecido las ONG, que incluso se dotara de mayor contenido a su cuota de decisión. Pero, en el fondo, lo que nos ha guiado siempre ha sido el objetivo de garantizar el rango máximo de protección a aquellos lugares que merecen conservarse. No sólo los formalmente declarados, sino también los otros muchos que aún permanecen en el limbo administrativo. De hecho, vamos más allá: lo que de verdad nos interesa es una gestión integral del territorio que no caiga en la trampa de seleccionar islas intocables fuera de las cuales imperen sin trabas las leyes del mercado. Pero, utopías al margen, ¿van a estar peor protegidos los parques nacionales sin la tutela del Estado? Mucho nos tememos que sí.

En las secciones de actualidad de cualquier número de Quercus pueden encontrarse ejemplos de lo tentador que puede ser recalificar un territorio cuando hay fuertes intereses económicos detrás. Renta y trabajo, cuando no especulación pura y dura, se han antepuesto siempre a cualquier criterio ambiental. La norma es que todo impacto puede resolverse con medidas compensatorias y no tiene porqué convertirse en un obstáculo al progreso. Aunque sea un progreso mal entendido. Los parques nacionales –¡y no todos!– se han ido librando hasta la fecha de tales tentaciones, pero sin duda volverán a incrementarse cuando la gestión pase a ser competencia exclusiva de los gobiernos regionales. Al Ministerio de Medio Ambiente sólo se le asigna un papel muy secundario: participar en un consejo, aún por definir, y aprobar el Plan Director de los Parques Nacionales.

En resumidas cuentas, aunque la forma tiene su trascendencia, lo que de verdad importa aquí es el fondo. Ninguno de los trece parques nacionales actualmente declarados debe sufrir la menor merma en cuanto a garantías de conservación. Sea cual sea la autoridad responsable de gestionarlos, ha de comprometerse a mantenerlos en su estado actual y, si es necesario –como ocurre con frecuencia–, a tratar de mejorarlos. Pensemos, por ejemplo, en el flagrante caso de las Tablas de Daimiel, acosadas por la demanda de agua para riego. Los patronatos, que son el órgano de participación pública, se mantienen por el momento, pero ya veremos en qué quedan con el tiempo.

Las fronteras, reales o ficticias, políticas o administrativas, no son conceptos útiles cuando se habla de ecosistemas. No hay peor política ambiental que la de corto alcance, aquella que se ciñe a un ámbito cada vez más reducido. Los ríos, los sistemas montañosos, los bosques y sus habitantes tejen una red que debe contemplarse en su conjunto para actuar correctamente sobre ella. Unas dimensiones demasiado amplias para convertirlas en un mosaico de escenarios donde dirimir tensiones políticas e intereses contrapuestos, ya sean públicos o privados.



Noticias relacionadas