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La maldición de Galápagos

El archipiélago se resiste a la colonización humana

Texto e ilustraciones: Arturo Valledor de Lozoya

Miércoles 22 de octubre de 2014
De la media docena de islas principales que forman el archipiélago de Galápagos sólo cuatro cuentan con una población humana estable. Además de que la escasez de agua dulce impone serias dificultades a potenciales habitantes, todos los intentos iniciales de colonización se saldaron de forma sangrienta.

C
orre el mes de febrero de 1535. Tomás de Berlanga, un monje dominico al que Carlos V ha nombrado consejero imperial y obispo de Panamá, ha embarcado desde esta ciudad con rumbo a Lima. Tiene como misión dirimir las rivalidades surgidas entre los conquistadores Pizarro y Almagro por los límites de sus respectivas demarcaciones. Durante dos semanas de calma chicha y ardiente sol, con las velas colgando flácidas de las vergas, la nao que llevaba a Berlanga fue arrastrada mar adentro por la corriente Ecuatorial del Sur, muy poderosa en esa época del año. Tras un recorrido a la deriva de casi mil kilómetros se avistó tierra: eran unas islas en las que ningún ser humano había puesto el pie desde que emergieran, por erupciones volcánicas submarinas, a la superficie del océano. Eso había ocurrido entre tres y cuatro millones de años antes, más o menos cuando una pareja de Australopithecus y su cría dejaron marcadas las huellas de sus pasos sobre las cenizas de otro volcán que, muy lejos de allí, en el este de África, también había entrado en erupción.

Aunque nacido en el seno de una familia de humildes campesinos en Berlanga de Duero (Soria), fray Tomás era un hombre tan justo como sabio. Baste decir que introdujo en América el cultivo de plátanos, higos, naranjas y melones; que fue el primero en concebir la idea de comunicar el Atlántico con el Pacífico por el istmo de Panamá, y que protestó por las injusticias que los españoles hacían a los indios e incluso cuestionó su derecho a invadir América. Magallanes y Elcano ya habían demostrado por entonces la redondez de la Tierra, pero en las cartas de marear seguía habiendo grandes espacios vacíos u ocupados por dibujos de espantosos monstruos, y en las supersticiosas mentes de los marineros persistía la creencia de que el mundo acababa en abismos insondables por los que el mar se precipitaba arrastrando a los barcos al infierno. Fácil es suponer pues que los hombres de Berlanga experimentaron una sensación harto inquietante cuando arribaron a las negras costas de aquellas islas y contemplaron las criaturas que las habitaban, que más parecían haber salido de un bestiario medieval. Con recelo dieron por allí los primeros pasos, entre caóticos bloques de lava, ásperas escorias del Averno que sólo dejaban crecer plantas erizadas de espinas; sorteando grupos de estáticas iguanas con crestas de basilisco; asombrados ante el encuentro de “galápagos” tan grandes que podían llevar a una persona sobre su caparazón.

Hubo que esperar la llegada a las islas de un joven naturalista inglés, exactamente trescientos años más tarde, para saber que los antepasados de tales reptiles también habían arribado hasta ellas a la deriva desde el continente americano.