Editorial

¿Quién teme al lobo feroz?

Miércoles 22 de octubre de 2014
Dos sindicatos agrarios, UPA y COAG, han lanzado una campaña para declarar la provincia de Ávila “libre de lobos”. ¿Libre? Escasa libertad para cualquier abulense que no sea un ganadero de convicciones medievales. Aunque justo es reconocer que la iniciativa está respaldada por la Diputación Provincial y casi un centenar de alcaldes. Por su parte, la organización Lobo Marley ha entregado 142.000 firmas en el Ministerio de Agricultura, Alimentación y (no siempre) Medio Ambiente en apoyo de la especie y para frenar los intentos de promover su extinción en Ávila. A todo esto, hay una legislación ambiental que nadie parece tomarse en serio: el lobo no está catalogado como especie cinegética al sur del Duero.

Lo peor de todo es que este dilema todavía tenga que suscitarse a comienzos del siglo XXI. Es obvio que los intereses de los ganaderos han entrado en conflicto con el lobo desde el Neolítico, pero se diría que ha pasado el tiempo suficiente para que pueda resolverse de una manera mucho más civilizada. En el Neolítico, puede que fuera unánime la animadversión hacia un competidor tan eficaz como el lobo, pero hoy en día hay muchos más partidarios de la fauna silvestre. Un gran avance, porque ambas especies estamos condenadas a tropezar, como mamíferos sociales y fuertemente territoriales que somos. Además, hoy disponemos de múltiples herramientas para gestionar una especie conflictiva sin necesidad de clamar por su erradicación. Una vez más, la solución ha de pasar por un gran pacto nacional sobre el lobo en el que puedan participar todos los sectores implicados. Sobre todo, sus más furibundos detractores. Es ahí, en la confrontación de ideas, donde nuestra especie se distancia del lobo.

En este número de Quercus publicamos un artículo revelador sobre las consecuencias de perseguir con saña especies consideradas alimañas. Un ejemplo de libro es precisamente el del lobo marsupial o tigre de Tasmania, que ni siquiera era responsable de los crímenes que se le imputaban. Eso no fue óbice para perseguirle con fruición y lograr que se extinguiera en los años treinta del siglo pasado. El Gobierno australiano decidió protegerlo cuando ya era demasiado tarde. También entonces fueron los ganaderos quienes presionaron para proteger sus intereses ante un depredador que no representaba ningún peligro para sus rebaños.

Nosotros hemos tenido la suerte de que el lobo sobreviviera a siglos de obcecada persecución, de manera que podríamos aprender alguna lección del pasado y no cometer los mismos errores que los tasmanos, que ahora buscan con lupa cualquier evidencia sobre un animal del que no se tienen noticias desde hace más de ochenta años. Grandes depredadores y animales domésticos son compatibles siempre que se actúe con inteligencia, sin dejarse llevar por tentaciones atávicas. Y, si a ello vamos, hasta es posible que el lobo termine por resultar más rentable, como atractivo ecoturístico, que una ganadería dependiente de las subvenciones europeas.