Editorial

El discreto encanto de los números redondos

Sábado 30 de abril de 2016

Doscientos osos, 300 manadas de lobo, 500 parejas de águila imperial... Son cifras que reflejan el tamaño actual de las poblaciones de nuestras especies más emblemáticas. Nos gustan los números redondos. El de más reciente difusión es un hito: 400 linces ibéricos dados a conocer con indisimulado orgullo por la Junta de Andalucía en un seminario internacional que tuvo lugar en Sevilla el pasado mes de abril. Pocas especies permiten presumir de tan indudable recuperación numérica, gracias sobre todo a la cría en cautividad y a la suelta constante de ejemplares. Nadie nos lleva la delantera en montar granjas de linces. Pero, ¿es suficiente con eso?



Hubo otros mensajes triunfalistas en la cumbre lincera de Sevilla. Por ejemplo, que la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN) aceptara rebajar la categoría de amenaza de la especie desde “En Peligro Crítico” hasta “En peligro”. El siguiente objetivo sería conseguir que el lince pasar a ser solamente “Vulnerable”, algo así como: “estás salvado, amigo, seguiremos pendientes de ti, pero estás salvado”. Pues bien, creemos que aún es pronto para que pasen página los ideólogos y ejecutores del que probablemente ha sido el mejor plan de recuperación destinado a un vertebrado europeo. Busquemos otras cifras menos amables y veamos qué nos cuentan. La de atropellos, por ejemplo.

Más de cuarenta linces ibéricos han muerto en las carreteras desde 2014. Es decir, uno de cada diez de los que viven en nuestros montes o uno de cada tres de los que se han reintroducido gracias a la cría en cautividad. ¿Tan seguros estamos de ganar esta apuesta? ¿Podemos permitirnos el lujo de semejante sangría? La complacencia puede dejar para mejor momento la muy necesaria corrección de varios puntos negros bien conocidos, justo donde se dejan la piel los jóvenes linces que deambulan en busca de nuevos territorios. No son tantos los tramos de carretera donde es precio actuar y en esta España de la obra pública, del derroche en infraestructuras, nadie debería sonrojarse por poner sobre la mesa los pocos euros necesarios para paliar un problema tan grave. Aunque sólo sea desde una perspectiva económica, más acorde con la lógica de los gestores, habría que taponar esas vías por donde se escapan las inversiones dedicadas a producir cada lince que soltamos.

Más cifras. En Doñana y su entorno, donde viven unas 25 hembras reproductoras, sólo salieron adelante 17 cachorros en 2015, cuando fueron 26 en 2012. Con el águila imperial, el otro gran emblema vivo de Doñana, ocurre otro tanto: sus nueve o diez parejas reproductoras sólo lograron criar seis pollos el año pasado. ¿Qué está pasando? Pues que en Doñana, por la causa que sea, el conejo no termina de recuperarse y eso se acaba pagando en la España mediterránea. Quizá no estemos trabajando lo suficiente para comprender cómo se mantiene o recupera una población de conejos, entre otras cosas porque las condiciones ecológicas para lograrlo son más complejas de lo que parece. Ahí sí que tenemos un problema y no estrictamente local.

El caso de Doñana refleja muy bien lo que puede pasar en otras zonas donde está previsto soltar linces o ya se están soltando. Terrenos protegidos, o al menos vigilados, y con todos los parabienes para acoger a todos los linces de criadero que haga falta. Pero sin garantía de alimento para sostenerlos a largo plazo. Tendríamos que ver cada euro y cada hora que se invierten en conocer y conservar a nuestro conejo de monte como lo que realmente es: una inversión con altas expectativas de rentabilidad en biodiversidad contante y sonante, el indispensable entramado para un desarrollo sostenible con bases sólidas. Más allá de la seducción de esos números redondos que tanto nos gustan.