Editorial

Difícil convivencia

Jueves 30 de agosto de 2018

Durante la mayor parte de nuestra historia evolutiva, los humanos no tuvimos más remedio que compartir territorio con otras muchas especies animales. Unas veces como depredadores y otras como presas. Eso cambió drásticamente hace apenas 8.000 años, cuando la revolución del Neolítico planteó un nuevo escenario en nuestras relaciones con la fauna silvestre, y no ha hecho más que exacerbarse desde entonces. La convivencia más conflictiva era y sigue siendo con algunos competidores directos, a los que hemos erradicado o, en el mejor de los casos, arrinconado hasta lugares donde no molestaran demasiado. Los dos ejemplos más notables de esta desigual batalla son el oso y el lobo, a los que dedicamos muchas páginas en este y en el siguiente número de Quercus. Hace apenas unos años ambos eran considerados alimañas, pero hoy en día se han convertido en joyas zoológicas que merece la pena conservar. Muchos esfuerzos se han invertido en evitar su extinción definitiva y gracias a ellos la tendencia de sus poblaciones ha sufrido un cambio: lo que antes era escaso y remoto ahora empieza a ser más abundante y cercano. Lo cual plantea, claro está, problemas de convivencia.



Hace nada, a finales de julio, los expertos estaban tratando de dilucidar si el comportamiento de Goiat, un oso pardo reintroducido en el Pirineo catalán, era motivo suficiente para sacarlo de allí. ¿Su delito? Haberse especializado en atacar al ganado, sobre todo a potros y yeguas. Un tipo de problema que puede agudizarse si los osos recuperan zonas donde pueden chocar con nuestros intereses. Es lo que podría pasar también en Asturias (págs. 16-19) si las dos subpoblaciones de oso cantábrico se unieran más estrechamente y lograran expandirse hacia la zona oriental de la cordillera. Lo mismo ocurre en los Alpes italianos (págs. 20-24), donde incluso se han registrado ya tres ataques a personas, afortunadamente sin graves consecuencias. En todos los casos se trataba de osas acompañadas de sus crías. Nuestros antepasados estaban acostumbrados a estas convulsas relaciones de vecindad, pero no los ganaderos y apicultores actuales, dos de los sectores más afectados. El mundo rural sigue rechazando a osos y lobos, mientras que la sensibilidad urbana sueña con unos paisajes y una fauna del Paleolítico. Todo un dilema.

También a finales del pasado mes de julio, el denominado Grupo Campo Grande presentó un documento para facilitar la convivencia con el lobo ibérico y rebajar la tensión que mantiene enfrentados a ganaderos y conservacionistas (pág. 33). Esta plataforma, cuyo nombre alude al parque vallisoletano donde se celebraron las primeras reuniones, integra a ganaderos, ecologistas, cazadores, científicos y expertos. Busca precisamente fórmulas de convivencia, herramientas más ágiles para compensar los daños y un nuevo enfoque en la gestión de la especie. Iniciativas de esta índole, como las adoptadas en los Alpes italianos en el caso del oso, deberían ir sentando las bases de una relación con ambos carnívoros que nunca dejarán de tener sus asperezas.

Oso y lobos no son alimañas, ni tampoco meras atracciones turísticas, sino dos grandes carnívoros de la fauna europea que buscan su encaje en un territorio sometido a las múltiples contingencias de la sociedad moderna. Un territorio, aunque ellos lo ignoren, cuya gestión depende de una complicada red de propietarios particulares y administraciones públicas, con todo su entramado legal como telón de fondo. Dado que, por otra parte, las poblaciones de osos y lobos son dinámicas y tienden a recuperar el espacio perdido, va a ser inevitable que se produzcan conflictos con sus vecinos humanos. El secreto no está en impedirlos, que es una quimera, sino en cómo afrontarlos con inteligencia y la mejor información científica disponible.