Editorial

Tiempos modernos

Miércoles 22 de octubre de 2014
Cualquier tiempo pasado no fue necesariamente mejor, pero los naturalistas históricos disfrutaron de unas condiciones de trabajo que casarían mal con los apremios actuales. Charles Darwin estuvo cinco años a bordo del Beagle y William Dampier, personaje novelesco al que dedicamos un amplio reportaje en este número de Quercus, dio tres veces la vuelta al mundo, invirtiendo doce años en su viaje más largo. Como bien se sabe, Darwin estuvo luego mucho tiempo madurando su teoría de la evolución y si se decidió a publicarla en 1859 fue porque le preocupaba que Wallace le tomara la delantera. Por cierto, Alfred Russel Wallace tuvo el privilegio de viajar durante varios meses por la cuenca Amazónica y pasó ocho largos años en el archipiélago malayo.

En las páginas que siguen también hay un artículo sobre la comisión científica encomendada a Julio Cervera, Francisco Quiroga y Felipe Rizzo para sentar las bases de un protectorado en los territorios que más tarde formarían parte del Sahara Español. Se cumplen ahora 120 años de aquella aventura y Quercus tiene previsto participar en un nuevo viaje al desierto mauritano en busca de los lugares recorridos por los tres exploradores en el verano de 1886. Eso sí, el periplo actual sólo durará doce días, que viene a ser un tercio del tiempo que ellos dedicaron únicamente a los preparativos, sin salir de la factoría de Río de Oro.

En nuestra frenética sociedad actual, ¿quién puede ausentarse durante meses o años, no ya de su domicilio, sino de su puesto de trabajo, de sus obligaciones bancarias? Las ciencias han adelantado una barbaridad, pero el tiempo que se dedica al “trabajo de campo” tiende a reducirse a lo imprescindible. Salvo casos raros y pintorescos, como el de Ruth Muñiz, dispuesta a pasarse meses enteros en las selvas ecuatorianas en busca de sus amadas y esquivas águilas arpías, la norma imperante es cubrir cuanto antes la recogida de datos y traducir rápidamente ese esfuerzo en publicaciones y méritos curriculares. La publicación, que es sólo un medio para el conocimiento, se ha convertido en una finalidad en sí misma, en el objetivo de una carrera profesional. Los viejos naturalistas publicaban como una consecuencia inevitable de sus viajes y conocimientos, mientras que hoy se viaja e investiga para tener algo que publicar.

El caso más llamativo es el de algunas bases antárticas, que se mantienen con la excusa de cualquier investigación, por peregrina que resulte, ya que el Tratado Antártico no admite la simple presencia civil o militar. Vivimos malos tiempos no sólo para la lírica, sino también para el ensayo científico (¡y no digamos para la oratoria!). Para remate, la funesta influencia del inglés, la lingua franca que ha sustituido al latín en los canales de comunicación científica, ha pasado una llana globalizadora sobre idiomas y estilos.

Leemos los relatos antiguos con envidia, por la calma que se concedieron sus autores y por los escenarios que tuvieron el privilegio de contemplar. También los leemos con agrado, porque estaban bien escritos y porque tienen un poder de evocación que ha sido capaz de superar la barrera del tiempo. Y los leemos, finalmente, con un poso de amargura, porque nos describen un mundo que ya no es el nuestro.