Retos ecológicos

Hawking, SETI y el futuro de la humanidad

Miércoles 22 de octubre de 2014
A principios del verano pasado, el físico inglés Stephen Hawking suscitó
un debate a escala mundial cuando formuló una pregunta a través de Internet
sobre la probabilidad de supervivencia de la especie humana. En este artículo
trataremos de aportar un nuevo enfoque basado en la búsqueda
de vida inteligente en el espacio exterior.


En un mundo que es un caos social, político y ambiental, ¿cómo puede la especie humana sobrevivir en los próximos cien años?” A principios del pasado mes de julio, la comunidad de internautas que consultaba el servicio Yahoo! Answers se vio sorprendida por esta pregunta que el científico Stephen Hawking acababa de lanzar al ciberespacio. Reafirmaba así una preocupación que ha expresado en numerosas ocasiones respecto al incierto futuro de nuestra especie, visión que comparte con científicos de la talla del zoólogo Desmond Morris (famoso por su libro El mono desnudo), el químico Dennis Meadows (autor del informe Los límites del crecimiento) o el entomólogo Edward O. Wilson.

El propio Hawking se justificaba en estos términos: “Yo no sé la respuesta. Esa es la razón por la que hice la pregunta, para que la gente pensara sobre ello y fuera consciente de los peligros a los que nos enfrentamos.” A continuación repasaba una por una las principales amenazas que se ciernen sobre nuestra existencia: colisión de un asteroide con la Tierra; guerra nuclear entre superpotencias; adquisición de armamento nuclear por parte de países inestables; cambio climático; emisión de un virus modificado genéticamente… Al final concluía: “Hay un chiste enfermizo que dice que la razón de que todavía no hayamos sido visitados por los extraterrestres es que cuando una civilización alcanza nuestro nivel de desarrollo, se vuelve inestable y se destruye. (…). La supervivencia a largo plazo de la especie humana estará a salvo sólo si los terrícolas nos vamos a vivir al espacio y después a otras estrellas. Pero esto no pasará por lo menos en cien años, así que debemos tener mucho cuidado. Quizá debamos tener esperanzas en que la ingeniería genética nos haga más sabios y menos agresivos.”
La respuesta no se hizo esperar. Incentivados por la posibilidad de hablar de tú a tú con el físico teórico más popular del mundo, más de 25.000 opiniones de toda índole fueron recogidas en el foro en pocas semanas. Al elegir la que en su opinión era la mejor respuesta, Hawking se decantó por la del internauta Semi-Mad Scientist, quien, en un tono manifiestamente optimista, confiaba plenamente en la capacidad de supervivencia de nuestra especie: “Creo tan firmemente que sobreviviremos como que el Sol saldrá mañana”, concluía su mensaje.

¿Hay alguien ahí?
Y, sin embargo, pese a que la pregunta de marras recibió una respuesta masiva, la gran mayoría de los argumentos no dejan de ser meras especulaciones. En mi opinión la única evidencia empírica con la que contamos para aventurar nuestro futuro como especie procede del proyecto SETI (acrónimo en inglés de Búsqueda de Inteligencia Extra Terrestre), al que el propio Hawking alude de forma implícita al final de su alegato. Veamos por qué.

El origen del proyecto SETI se sitúa en 1959, cuando Philip Morrison y Giuseppe Cocconi, dos jóvenes físicos de la Universidad de Cornell (Estados Unidos), publicaron un artículo en la revista Nature titulado “Buscando comunicaciones interestelares” en el que planteaban qué medios podían utilizar los extraterrestres para entrar en contacto con nosotros. Morrison y Cocconi sugirieron que los alienígenas usarían ondas electromagnéticas en la frecuencia de los 1.420 megahercios, que es la del hidrógeno, el elemento más abundante en el universo y, por lo tanto, el principal candidato a convertirse en marco de referencia para cualquier civilización. Al final de su artículo, Morrison y Cocconi sentenciaban: “La probabilidad de éxito es difícil de estimar: pero si nunca buscamos, la probabilidad de éxito es cero.”
Al año siguiente, un joven radioastrónomo llamado Frank Drake, del Observatorio Nacional de Radioastronomía de Green Bank, en Virginia Occidental, pensó que si dirigía su radiotelescopio hacia las estrellas más cercanas podría encontrar alguna señal que demostrara la existencia de vida inteligente, de la misma manera que un eventual observador extraterrestre podría captar las señales de radio y televisión procedentes de la Tierra.

La madrugada del 8 de abril de 1960, Drake trepó hasta el foco de la parábola de su radiotelescopio e instaló un amplificador. Cuando el sol asomaba por el horizonte, apuntó a Tau Ceti, una estrella situada a doce años luz de la Tierra, pero no captó ninguna señal interesante. A continuación, apuntó a Épsilon Eridani, otra estrella situada a más de diez años luz de la Tierra, y de pronto recibió una señal fuerte y fugaz. Aquello parecía increíble. ¿Habrían bastado unos pocos minutos de escucha para detectar inteligencia extraterrestre? Lamentablemente, cinco días después se comprobó que la señal procedía de un avión.

Aquel chasco inicial no desalentó a Drake, quien durante varios meses, de abril a julio de 1960, estuvo sintonizando su radiotelescopio en la frecuencia de los 1.420 megahercios y examinando los registros en busca de un patrón inteligente de origen extraterrestre. Esta primera búsqueda se bautizó con el nombre de Proyecto Ozma, por la reina de la tierra de Oz, un lugar imaginario, “muy lejano, difícil de alcanzar y poblado de extraños y exóticos seres.” Fue por entonces cuando Drake dio a conocer su famosa ecuación, con la que pretendía estimar aproximadamente el número de civilizaciones que pueblan nuestra galaxia (Cuadro 1).
¿Cuántos vecinos
tenemos?

El interés despertado por la ecuación de Drake fue tal que a finales de 1961 se organizó un congreso en Green Bank para asignar valores a cada uno de sus parámetros. Si bien los primeros no planteaban ningún problema, la estima de los últimos implicaba adentrarse cada vez más en el terreno de la especulación. Así fue como se llegó al valor de L, la duración de una civilización tecnológica, que después de amplio debate se estimó entre 100 y 1.000 millones de años. Con todos los parámetros estimados, el cómputo arrojó que el valor de N, el número de civilizaciones de nuestra galaxia, debería estar entre 1.000 y 1.000 millones.

Para uno de los participantes en el congreso, el joven Carl Sagan, la trascendencia fundamental de SETI estribaba en que daba elementos para cuantificar la probabilidad de supervivencia de nuestra propia especie. Si SETI tenía éxito, argumentaba, esto implicaría un alto valor de N y, consecuentemente, también de L, de manera que las civilizaciones tecnológicas no estarían abocadas a la autodestrucción.
¿Cuál es, sin embargo, la realidad de los hechos? A fecha de hoy –y ya van casi cincuenta años de búsqueda– no se ha detectado ninguna señal inteligente procedente del espacio. Esa es una de las razones por las que el Senado de Estados Unidos retiró la financiación a todos los programas SETI en 1993. Desde entonces, el proyecto continúa gracias a la aportación filantrópica de distintas universidades, a la suscripción popular y a los miles de voluntarios que prestan la memoria de sus ordenadores domésticos para el procesado de datos.

Algunas posibilidades
¿Cómo explicar la ausencia de señales? Para los más optimistas, simplemente hemos muestreado en muy pocas estrellas. Según Drake, después de estas décadas de escucha lo único que podemos afirmar con seguridad es que aparentemente no hay civilizaciones emitiendo señales desde los mil sistemas estelares similares al nuestro más próximos, ni en la banda de frecuencia del hidrógeno ni en otras parecidas. Evidentemente, mil estrellas es una insignificancia frente a los 10.000 millones de estrellas de nuestra galaxia. Partiendo de estos datos, en un reciente simposio organizado por The Planetary Society se aseguraba que en estos años de búsqueda apenas hemos arañado la superficie de la cuestión: sólo una centésima de la billonésima parte (0’00000000000001) del “pajar cósmico”.

Para rebatir este planteamiento los escépticos recurren a la “paradoja de Fermi”, en alusión a la pregunta que, en 1950, formulara el célebre físico italiano Enrico Fermi durante una comida: “¿Dónde diablos están?” En opinión de Fermi, en el supuesto de que hubiese alguna otra inteligencia en nuestra galaxia, sólo un poco más antigua que la terrestre (a una escala astronómica, se entiende), estaría tan sumamente avanzada respecto a nosotros que ya habría detectado nuestra presencia y nos habría mandado alguna “tarjeta de visita”. Como no es el caso, podemos concluir que no existe tal civilización.

Partiendo de este argumento, los más pesimistas afirman que el fracaso de SETI obedece a que el parámetro N vale uno; es decir: estamos solos en la galaxia. Y esta soledad puede deberse a dos motivos: o bien el valor de L es mucho menor de lo que se estimó en Green Bank y el destino de toda civilización tecnológica es autoaniquilarse; o bien el origen de la vida o de la inteligencia es mucho más improbable de lo que tradicionalmente se ha supuesto.
¿Cuál es, en definitiva, la aportación que puede hacer el proyecto SETI a la pregunta de Hawking? Aparentemente, y mientras no se demuestre lo contrario, estamos solos en nuestra galaxia, lo que da una idea de nuestra extrema fragilidad, tanto si nuestra soledad es consecuencia del siniestro destino que han seguido las civilizaciones anteriores, como si nuestro planeta fue el único agraciado en la lotería cósmica del origen de la vida. Lo que, en mi opinión, hace muy temeraria la autocomplacencia que rodea a todas las respuestas que denotan tener una fe ciega en la capacidad de supervivencia de nuestra especie. Por esta vez, Hawking no ha estado muy acertado.

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