Altibajos de la
biodiversidad
miércoles 22 de octubre de 2014, 11:53h
Tradicionalmente se ha considerado que la biodiversidad del registro
fósil aumentaba con el tiempo a escala geológica, aunque tal
tendencia podía interrumpirse de forma transitoria durante
los eventos de extinción. Un reciente descubrimiento
sugiere un cuadro totalmente distinto y muy enigmático.
En el año 1985, G. Rosen, un funcionario administrativo de la Academia Nacional de Ciencias (ANC) de Estados Unidos, estaba preparando una importante reunión sobre conservación de especies. Decidido a encontrar un término con proyección mediática que incluyera la idea de variabilidad, resolvió integrar en una sola expresión los términos “biología” y “diversidad”, de manera que compuso el concepto de “biodiversidad”. Luego se lo comentó al prestigioso entomólogo Edward O. Wilson, pero no le dejó muy convencido: “Cuando Rosen y otros miembros del personal de la ANC acudieron a pedirme que actuara como director de las actas” –comentaría más tarde– “yo propuse diversidad biológica, que era la expresión que solíamos usar hasta entonces. Biodiversidad me parecía demasiado pegadiza y falta de dignidad. Pero Rosen y sus compañeros insistieron. Biodiversidad es más simple y más distintiva, decían, y el público la recordará más fácilmente.” Al final, Wilson cedió. Un año más tarde, durante el Forum Nacional sobre Biodiversidad de Estados Unidos, la nueva expresión fue aceptada de inmediato. Paradójicamente, muy a menudo se ha atribuido erróneamente la paternidad de este término a Edward O. Wilson, puesto que el libro resultante de ese foro fue editado por él.
Hoy en día, la expresión “biodiversidad” es una de las más mediáticas que han pasado del ámbito puramente científico al social. Quien más o quien menos, todo el mundo es consciente de la enorme riqueza que supone la biodiversidad a escala planetaria. Una riqueza estimada en al menos treinta millones de especies y que es consecuencia directa del proceso evolutivo durante los últimos 4.000 millones de años. Una idea recurrente es que durante este vasto periodo de tiempo la diversidad biológica no ha hecho más que aumentar, salvo en varios episodios de extinción masiva. Cinco, para ser exactos, si nos ceñimos a los más importantes. Estos episodios se deben a causas diversas y en ocasiones han supuesto una merma superior al 50% de todas las formas vivas. En este contexto se sitúa el célebre meteorito KT (límite Cretácico-Terciario), que terminó abruptamente con todos los dinosaurios hace 65 millones de años y con casi el 70% de la vida sobre la Tierra.
También se sabe que estamos asistiendo a la sexta gran extinción, quizá la más letal de todas, porque su ritmo es tal que no permite actuar a los mecanismos evolutivos habituales para que reemplacen a las especies perdidas. ¿Cuántas especies se extinguen en la actualidad? No lo sabemos. A principios de los años noventa, Norman Myers estimó que cada semana se perdían unas 600 especies por causas humanas, pero otros investigadores proponen cifras aún mayores, si bien lo único cierto es que sobre este tema sólo podemos especular.
Un ciclo de 62 millones de años
Sin embargo, nuevos datos parecen poner en entredicho alguna de estas aseveraciones. Muy recientemente han causado sorpresa Richard Muller y Robert Rohde (1), que aseguran haber encontrado evidencias de que la biodiversidad, lejos de aumentar con la evolución, está sujeta a unos misteriosos ciclos de 62 millones de años.
Todo empezó a principios de este siglo, cuando Richard Muller, físico del Lawrence Berkeley National Laboratory (Berkeley Lab), creó junto al estudiante graduado Robert Rohde una versión informática del Compendium of fossil marine animal genera, una base de datos inicialmente recopilada por Jack Sepkoski en la Universidad de Chicago. Cubre todo el eón Fanerozoico, es decir, los últimos 500 millones de años, periodo durante el cual los organismos pluricelulares dejaron abundantes restos fósiles. Se trata, por lo tanto, de la más completa referencia disponible para estudiar la biodiversidad y las extinciones. Esta base de datos opera sobre el género, la categoría taxonómica situada justo antes que la especie, ya que está menos sujeto a revisiones y sus listas son más manejables, e incluye únicamente fósiles marinos, puesto que sus registros están mejor preservados que los de los organismos terrestres.
Por este motivo, Muller y Rohde definieron la diversidad fósil como el número de géneros vivos diferentes que existen en un momento determinado. Con la ayuda de la base de datos identificaron 36.389 géneros, que fueron sometidos a un seguimiento completo de su historia a lo largo del tiempo. Tras dos años de analizar exhaustivamente miles de datos, en noviembre de 2003 lograron apreciar los ciclos de biodiversidad que han tenido lugar durante los últimos 542 millones de años. Los cuales, misteriosamente, parecen repetirse cada 62 millones de años.
¿Cuál puede ser la causa de semejante periodicidad? Para responder a esta pregunta los dos investigadores sopesaron durante todo el año siguiente hasta catorce posibles causas geofísicas o astronómicas, si bien terminaron por reconocer su incapacidad para dar con una respuesta totalmente convincente.
Dos hipótesis
Frente a todo el batiburrillo de explicaciones que han ido manejando, Muller sospecha que hay algún mecanismo astrofísico responsable de la citada periodicidad. Un buen candidato podría ser la perturbación provocada por el paso periódico del sistema solar a través de la nube de Oort, poblada por una miríada de cometas a la deriva que empieza en algún punto situado más allá de Plutón y se extiende durante unos dos años luz. “Los cometas pueden ser perturbados en la nube de Oort por el paso periódico del sistema solar a través de nubes moleculares, brazos de la galaxia u otras estructuras con fuerte influencia gravitacional,” dice Muller. “Pero todavía no hay evidencias que sugieran que tal estructura exista.”
Rohde, por su parte, se decanta por un mecanismo geofísico tal como las erupciones volcánicas masivas, desencadenadas por la elevación periódica de material caliente procedente de la proximidad del núcleo terrestre. “Mi corazonada, lejos de estar probada,” –dice Rohde– “es que cada 62 millones de años la Tierra libera ráfagas de calor en forma de eventos de formación de plumas y, cuando estas plumas alcanzan la superficie, generan un episodio de vulcanismo desbordante. Este vulcanismo tiene ciertamente el potencial de causar extinciones, pero, de momento, no hay suficiente evidencia geológica para saber si los desbordamientos de basalto o la formación de plumas han venido sucediendo con la frecuencia correcta.”
Nuevas incógnitas
Examinando los datos con más detalle, los dos científicos descubrieron que algunos organismos parecían inmunes al ciclo, mientras que otros eran excepcionalmente sensibles a él. Así, por ejemplo, corales, esponjas, artrópodos y trilobites lo siguen, mientras que peces y caracoles no lo hacen. En general, parece como si los géneros de vida larga, que tienden a ser más diversos y a estar más extendidos, tuvieran mayores posibilidades de resistir los ciclos de 62 millones de años.
Pero el misterio no termina aquí. Hay evidencias de la existencia de un segundo ciclo más largo, de unos 140 millones de años, del cual sólo se han hallado cuatro oscilaciones en el periodo muestreado. “El ciclo de 140 millones de años también es fuerte, pero sólo hemos detectado cuatro oscilaciones en nuestro registro de 542 millones de años,” dice Muller. “Esto significa que existe la posibilidad de que sea accidental, más que la consecuencia de algún mecanismo externo.” Quizá se trate de un fenómeno casual como apunta su descubridor, pero si es real podría estar relacionado con el ciclo de 140 millones de años responsable de las eras glaciales.
Elucubraciones al margen, a Richard Muller no le cabe la menor duda de que el primer ciclo es auténtico: “Lo que estamos viendo es una señal real y muy fuerte de que la historia de la vida en nuestro planeta ha sido determinada por un ciclo de 62 millones de años, pero nada en la presente teoría evolutiva lo puede explicar,” afirma categórico. “Aunque esta señal tiene una enorme presencia en la biodiversidad, también puede ser relevante en extinciones y orígenes.”
En el mismo número de la revista Nature en el que Muller y Rohde presentaron su trabajo (1), el profesor de ciencias de la tierra y de los planetas James Kirchner, de la Universidad de California en Berkeley, afirmaba en relación con los ciclos: “A menudo se ha dicho que los mejores descubrimientos en ciencia son los que producen más preguntas que respuestas y este es ciertamente el caso.”