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El fastidioso problema del altruismo (segunda parte)

miércoles 22 de octubre de 2014, 11:53h
En esta segunda parte del reto que dedicamos a
analizar los comportamientos
altruistas, nos centraremos en aquellas situaciones que benefician a individuos que no están emparentados e
incluso pertenecen a
especies distintas.

¿Qué impulsa a una gaviota a avisar a una bandada de
limícolas de la presencia de un intruso? ¿Por qué se
molestan unos chimpancés en liberar a un pollo atado
a un árbol? El dilema del prisionero intenta arrojar
alguna luz sobre este tipo de cuestiones.
Son las ocho de la mañana. Después de una hora larga de espera, agazapado tras un improvisado observatorio, contemplo cómo el pequeño grupo de correlimos se va acercando lentamente a la zona en donde me escondo. De pronto, cuando parecía que mi paciencia iba a verse recompensada, escucho unos potentes graznidos por encima de la cabeza. Al mirar hacia arriba veo un par de gaviotas dando vueltas sobre mi escondite, embarcadas en un furioso despliegue acústico. La reacción de los limícolas no se hace esperar y al momento se alejan a una distancia prudencial, muy lejos del alcance de mi teleobjetivo. Inasequible al desaliento, aún espero otra hora para ver si los dos ruidosos volátiles se olvidan de mí, pero al final soy yo el que termina por desistir.

La historia, totalmente verídica, me sucedió hace un par de años mientras trataba de obtener alguna foto en las salinas de Santa Pola (Alicante). La pregunta obvia, que todavía me estoy haciendo, es: ¿qué interés tendría ese par de gaviotas en alertar a un grupo de despreocupados limícolas? Máxime si tenemos en cuenta que la escandalosa pareja no tendría la seguridad de que el homínido al que estaban importunando era un pacífico fotógrafo o un cazador con muy mala leche.

Casuística altruista
Si el mes pasado analizábamos los lances de altruismo entre individuos emparentados (1), ahora vamos a preguntarnos por una situación aún más pintoresca, aquella que se da entre dos animales sin el menor lazo de sangre, ya sea dentro de una misma especie o entre especies distintas.

Como ejemplo del primer caso tenemos a las mangostas, que guardan ciertas afinidades con los insectos sociales. Las mangostas construyen extensas redes de galerías donde viven en comunidad. Cuando salen a comer, algunos individuos montan guardia para alertar al resto de cualquier peligro. El equipo de Tim Clutton-Brock ha demostrado que, en las mangostas de la especie Suricata suricatta, el grado de cooperación no depende del parentesco genético, sino de la edad, del sexo y del tamaño del individuo altruista (2).

Para ilustrar el segundo caso podemos recurrir a la historia del principio, de la que fui involuntario protagonista, pero es evidente que hay muchos más casos. Por ejemplo, hace más de tres décadas el doctor Adriaan Kortland, interesado en investigar los comportamientos altruistas entre distintas especies, realizó el siguiente experimento: amarró un pollo vivo a un árbol en la proximidad de una ruta de chimpancés. Cuando éstos acertaron a pasar por el lugar se pusieron a observar con curiosidad a la gallinácea y, tras unos minutos de indecisión, procedieron a liberarla de sus ataduras, con cuidado de no dañarla. Poco después Kortland decidió atar a un macaco muy joven junto al sendero. Al pasar de nuevo, los monos se reunieron sorprendidos en torno al macaco, hasta que una hembra sin hijos procedió a desatar la cuerda y acto seguido lo adoptó (3).

El dilema del prisionero
Para explicar las razones últimas de toda esta batería de comportamientos contamos desde hace más de medio siglo con un modelo muy simple, pero también muy sólido: el dilema del prisionero. Cuando Howard Tucker lo creó a mediados del siglo pasado no podía ni suponer que con el tiempo generaría tal cantidad de literatura. Para explicar el fundamento de este modelo podemos servirnos del siguiente relato.

Dos delincuentes son detenidos por la policía. Al ser llevados ante el juez, a cada uno de ellos se le plantean por separado las mismas posibilidades: pueden confesar que su compañero estaba a punto de cometer un delito o no hacerlo. Si uno de ellos delata y el otro no, al primero se le pone en libertad y al segundo se le condena a cinco años de cárcel. Si ninguno de los dos delata al otro, cada uno de ellos cumplirá dos años entre rejas por resistencia a la autoridad. Por último, si cada uno delata a su compañero, ambos pasarán cuatro años encerrados.

Puestos en tal tesitura, cada uno de los delincuentes podría razonar así: si mi compañero me delata, también me conviene delatarle a mí, porque de no hacerlo me caerían cinco años en lugar de cuatro; de igual manera, si no me delata también me conviene hacerlo, puesto que en tal caso saldré libre. Sea como sea, la opción más aconsejable es delatarle. Desde este punto de vista el argumento es irreprochable, pero si los dos razonan así, cada uno de ellos delatará al otro, con lo que ambos se aseguran cuatro años a cuenta del Estado, mientras que si ninguno de ellos hubiese delatado al otro la condena sería de sólo la mitad.

El interés del dilema del prisionero radica en que se trata de un modelo muy simple que sirve para estudiar gran número de situaciones de interacción entre sistemas, ya sean especies animales o vegetales, países, empresas e incluso vecinos de un mismo inmueble. La pregunta clave es: ante un conflicto ¿he de cooperar con la otra parte o resulta más práctica una deleznable traición? Más aún, supongamos que el conflicto se repite varias veces durante cierto tiempo. ¿Cuál será entonces la estrategia que aumente mis posibilidades de salir airoso?
Para jugar al dilema del prisionero tenemos que definir dos o más estrategias y luego confrontarlas varias veces con la matriz de la figura adjunta, en la que se representa de forma esquemática la puntuación de las distintas posibilidades. En cada confrontación, una estrategia interacciona con las demás, cooperando o traicionando, de acuerdo con sus propias reglas. A continuación, según la situación en que se encuentre, se le asigna la puntuación correspondiente, que se va acumulando a la puntuación previa.

Aunque existe una amplia variedad de estrategias, vamos a destacar dos especialmente interesantes: la malvada, que siempre opta por traicionar, y la del toma y daca, que en la primera jugada coopera y en las siguientes hace lo mismo que su adversario en la jugada anterior, es decir, coopera con los que cooperaron y traiciona a los que le traicionaron. Cuando se juega una única vez al dilema del prisionero, la estrategia malvada gana siempre frente a cualquier oponente, pero cuando se juega de forma repetida la mejor opción es la del toma y daca.

El dilema de los arrendajos azules
El modelo de Tucker sugiere que el comportamiento altruista puede ser una estrategia óptima cuando cada uno de los participantes tiene la seguridad de que se verá correspondido en un tiempo prudencial. Sin embargo, no deja de ser una burda aproximación a la complejidad de la vida real. ¿Cómo se comportará un animal de carne y hueso al ser puesto en una tesitura análoga a la de los dos presos? Para responder a esta pregunta, los ecólogos D.W. Stephens, C.M. McLinn y J.R. Stevens, de la Universidad de Minnesota, sometieron a unos arrendajos azules (Cyanocitta cristata) al dilema del prisionero (4).

Los arrendajos se situaron en jaulas separadas en las que había dos perchas: una de ellas era una percha de cooperación y la otra de traición. Si las dos aves se situaban en la percha de cooperación, ambos recibían una moderada cantidad de alimento. Si las dos se colocaban en la percha de traición, ambas recibían una porción pequeña de comida. Por último, si una de ellas se colocaba en la percha de traición y la otra en la de cooperación, la primera recibía una ración grande y la segunda una ración muy, pero que muy pequeña. Además el alimento no estaba disponible de inmediato, sino que se iba acumulando en un recipiente transparente y sólo se les permitía comérselo al cabo de algunas jugadas. De esta forma se pretendía que los arrendajos fueran conscientes del resultado acumulado de sus acciones.

Los experimentadores utilizaron arrendajos de pega para ver la reacción de los auténticos ante estrategias fijas. Cuando el ave de pega se colocaba de forma permanente en la percha de traición, su oponente se comportaba igual, lo que aumentaba su puntuación. Si, por el contrario, al arrendajo artificial se le hacía adoptar la estrategia del toma y daca, su contrincante vivo hacía lo propio en un 70% de los casos si recibía la recompensa después de cuatro sesiones, y en un 50% (cerca del azar) cuando se le daba después de una. Lo que parece sugerir que la cooperación se acentúa cuando se fuerza al animal a prever su futuro.

Ahora bien, y esto es de capital importancia, al repetir el experimento con distintos ejemplares se comprobó que había animales más predispuestos a cooperar que otros, lo que nos lleva a plantearnos si después de todo la cooperación no será más el producto de la personalidad de cada animal que de ninguna estrategia concreta. ¿Alguna sugerencia por parte de los lectores?
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