Carlos M. Herrera tiene razón. Suele tenerla. La Ecología, con mayúsculas, no debe meter en el trastero la vieja y comprobada estrategia de estudiar a las especies en su medio natural. Por muy deslumbrantes que nos parezcan las nuevas herramientas tecnológicas. Lo sustancial sigue estando allí, al otro lado de la ventana, no en los simuladores ni en los programas de análisis más avanzados. En Quercus siempre hemos sido muy partidarios del trabajo de campo. Sin horarios, al aire libre, atento a cuanto sucede alrededor. Es una tarea vocacional, casi atávica, que proporciona un disfrute difícil de conseguir entre las paredes de un despacho. Una experiencia inspiradora. Además, es el origen de cualquier investigación con fundamentos sólidos y, como reitera Carlos, el caldo de cultivo más adecuado para que surjan ideas y preguntas nuevas. Una forma de alejarse de los caminos trillados y poco inspiradores. Recomendamos leer la transcripción del discurso que pronunció tras ser investido doctor honoris causa por la Universidad de Jaén (págs. 30-34). No tenía intención de publicarlo, pero entre todos le convencimos de que sus ideas merecían quedar plasmadas en papel. Como investigador de la Estación Biológica de Doñana (CSIC) ha desarrollado la mayor parte su carrera científica a la intemperie, predicando con el ejemplo, felizmente perdido en ese feudo ya casi particular que es el Parque Natural de las sierras de Cazorla, Segura y Las Villas. De ahí el reconocimiento que le ha dispensado la Universidad de Jaén. Le hemos oído decir que, si un día fenece en el intento, ensimismado y solo por aquellas sierras, no debe interpretarse como una desgracia, sino como una elección libre y aceptada. También en eso estamos de acuerdo. Más vale un final acorde con tus inclinaciones más personales que otro regido por circunstancias hospitalarias.
En definitiva, estamos hablando de Ciencias Naturales. Mucho más que una carrera o una profesión. Quercus ofrece todos los meses ejemplos prácticos de quienes han hecho de la observación atenta de la naturaleza una forma de ganarse la vida y de aportar sus saberes al bien común. Un beneficio no sólo para nuestra sociedad, que también, sino para una infinidad de especies, ecosistemas y procesos sobre los que se sustenta nuestra civilización. Un contrapunto inevitable al general saqueo que parece animar a los muy abundantes devotos de las leyes del mercado.
Sin salirnos de los contenidos de este número, ¿quién dedica años de vida laboral al seguimiento de la población reproductora del águila pescadora en Andalucía, donde no hay más de veinte territorios ocupados? ¿Quién se afana en dar nombre vulgar a todas nuestras especies de libélulas y caballitos del diablo? ¿Quién sigue el rastro de los castores liberados furtivamente en diferentes cuencas fluviales? Y, ya en general, ¿Quiénes se ocupan de actualizar la situación cambiante de aves y mariposas, por poner dos ejemplos, a través de diversas campañas de ciencia ciudadana? La respuesta es la misma: personas que disfrutan en el campo, que sienten una genuina curiosidad por los acontecimientos naturales, que hacen una labor minuciosa y callada sin recibir, a menudo, ninguna remuneración. Esos son también los lectores de Quercus, los que mantienen en pie una revista que procura ser su plataforma de expresión y comunicación. Un fructífero campo para el análisis, el debate y, por supuesto, el cruce de argumentos con objeto de conocer y preservar mejor nuestra biodiversidad.