Eduardo Martínez de Pisón aseguraba en una entrevista hace pocos años que el paisaje es el resultado de la suma de la naturaleza y la cultura. En ocasiones, podría parecer que el término paisaje solo recoge la parte natural, los ambientes más puros y prístinos. Pero la otra pieza de la ecuación, la que modela más rápidamente ese horizonte, no es menos importante, aunque sí más difícil de valorar. No cabe duda de que, a lo largo de la historia, hemos ido dando forma a nuestro entorno, tallándolo con más o menos fortuna. Hace pocos días visité las magníficas montañas del Pirineo. Tuve el privilegio de recorrerlas de la mano del botánico Daniel Gómez, del Instituto Pirenaico de Ecología (CSIC) en Jaca, que me mostró cómo muchos de aquellos valles son en realidad fruto de la actividad secular del hombre. El uso de materiales para levantar pequeñas construcciones, la gestión ganadera o las labores agrícolas han respetado el medio ambiente y han sabido convivir sin dañarlo desde antaño. El resultado es que ahora cuesta distinguir lo natural de lo modificado por el hombre.
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