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Guerra y naturaleza: un binomio en conflicto
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Guerra y naturaleza: un binomio en conflicto

miércoles 15 de marzo de 2023, 20:14h
Todos tenemos en mente el actual conflicto entre Rusia y Ucrania. Pero a menudo olvidamos que las guerras afectan no sólo a la población humana que tanto las sufre, sino también al medio natural que la sustenta. A su vez, el deterioro del medio ambiente desencadena tensiones por la supervivencia y puede ser causa de conflictos armados, en una espiral perniciosa.

Nota de Redacción: Las fotografías que ilustran este artículo corresponden al Ecoparque Feldman, una instalación zoológica y medioambiental destruida durante la guerra Ucrania - Rusia. El centro está situado en la provincia de Járkov, al oeste de Ucrania. Varios de los trabajadores del Ecoparque Feldman murieron a causa de los bombardeos. También perdieron la vida algunos animales del centro, aunque la mayor parte de ellos pudo ser evacuado. Las fotografías han sido cedidas a Quercus por Oleksandr Feldman, de Ecoparque Feldman.

Por Miguel Ángel Cedenilla y Agustín López Goya

Si preguntamos a alguien quién es Kim Phuc, seguramente no lo sabrá. Sin embargo, se la conoce perfectamente. Es la niña vietnamita de nueve años que corría llorando y desnuda con los brazos extendidos mientras su dorso ardía, después de que los soldados estadounidenses lanzaran en su aldea cuatro bombas de napalm el 8 de junio de 1972. El fotógrafo vietnamita Nick Ut no sólo ganó el Pulitzer y consiguió que esa imagen significara un punto de inflexión en la conciencia social que cambió el curso de la guerra de Vietnam. También salvó la vida de esa niña, y la de varios niños más. Ahora, cincuenta años después, ella le llama tío Nick y él se siente unido a ella para siempre. Kim ha conseguido sobreponerse a multitud de operaciones y a un dolor crónico que no la abandona para ayudar a las víctimas infantiles de los conflictos bélicos, desde su cargo como presidenta en The Kim Foundation International y embajadora de buena voluntad de Unicef.

Este es sólo un ejemplo del daño inasumible que provocan los conflictos bélicos en vidas humanas inocentes. Pero, ¿cómo repercuten las guerras en el medio ambiente? En un mundo globalizado, ¿cómo el acaparamiento, explotación y especulación de recursos naturales de unos países para satisfacer las necesidades de otros genera conflictos bélicos que, a su vez, destruyen nuestro planeta?

Acabamos de alcanzar los ocho mil millones de personas que, junto a nuestros animales domésticos, representan el 96% de la biomasa de mamíferos (la vida salvaje sólo supone un 4 %). Mantener nuestro ritmo de vida en contra de la naturaleza es cada vez más insostenible. Una situación que está incrementando los conflictos armados y lleva a muchas sociedades al límite, desplazando a las personas, destruyendo medios de subsistencia y causando grandes daños ambientales. Estamos exprimiendo el jugo existencial de un planeta finito con recursos limitados.

Los conflictos bélicos son cada vez más destructivos
Un reciente informe de la UICN (Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza), titulado: Conflicto y conservación. La Naturaleza en un Mundo Globalizado, publicado en 2021, hace un interesante análisis de cómo los conflictos bélicos afectan no sólo a la población humana que los sufre, sino también al medio natural que sustenta a esa población. Y, a su vez, cómo la degradación ambiental, que provoca tensiones de supervivencia, puede ser causante de conflictos, en una espiral perniciosa. Este informe, centrado en el período 1989-2017, se basa en el Programa de Datos sobre Conflictos de la Universidad de Uppsala, donde se muestra que los eventos armados han aumentado en los últimos treinta años, superando hoy la escalofriante cifra de los siete mil al año en todo el mundo.

Las guerras parecen responder a un comportamiento inherente a nuestra genética. Sin duda, somos un mono beligerante. Capaz de todo lo mejor, de la cultura, del arte, de la ciencia. Y, a la vez, de todo lo peor, como la destrucción aniquiladora de nosotros mismos. Pero con una diferencia. Como dice la famosa primatóloga Jane Goodall, el chimpancé, con el que compartimos el 99% de nuestro material genético, es una especie que desarrolla complejas interrelaciones sociales, donde cabe la cooperación, la afectividad, la transmisión de conocimientos, la solidaridad y otros comportamientos que consideraríamos dignos. Pero también puede resultar especialmente violenta y belicosa, capaz de cometer atrocidades contra sus semejantes en el litigio por recursos o por el poder. En eso nos parecemos totalmente. Sin embargo, los chimpancés, a diferencia de los humanos, nunca destruyen el medio ambiente donde viven.


Si se nos permite un planteamiento simple e inocente, diríamos que las guerras del pasado, sin obviar históricas barbaridades contra la población, quizás eran más sanas. En general, los contrincantes se mataban en un campo de batalla cuerpo a cuerpo, con medios rudimentarios. Pero hoy, con el avance de la tecnología, el poder de destrucción de las guerras se ha “disparado” exponencialmente. Nadie olvida el final de la Segunda Guerra Mundial, con la aniquilación de las ciudades japonesas de Nagasaki e Hiroshima por las bombas atómicas. Una capacidad de destrucción inimaginable hasta entonces y que desató una carrera frenética por las armas nucleares entre los dos grandes bloques geoestratégicos mundiales en la denominada "Guerra Fría". Un modelo de paz basado en el miedo a la destrucción mutua. Una amenaza que vuelve a despertar los miedos con la guerra de Ucrania.

La guerra también daña el patrimonio natural de Ucrania
Se habla poco sobre el impacto de los conflictos armados en la naturaleza. Pongamos la actual guerra de Ucrania como ejemplo pertinente. Aunque nos valdrían, igualmente, las guerras de Yemen, Siria, Etiopía o Afganistán, entre otras muchas.

La industria armamentística (Rusia está entre las cinco naciones con mayor producción en este sector) está considerada como una de las que más huella de carbono produce y más contribuye al calentamiento global. Añadamos el impacto de emisiones enormes de gases de efecto invernadero por consumo de combustible de los vehículos y armamento en los desplazamientos de acciones de guerra. Y sumemos que Ucrania, especialmente la región del Donbás, estaba ya considerada en 2018 por las Naciones Unidas como un país altamente contaminado debido a su gran tejido industrial y ya inmersa en un conflicto civil armado que comenzó en 2014. Un cóctel acrecentado con la invasión rusa en febrero de 2022.

Las ucranianas Oksana Omelchuk y Sofía Sadogurska, especialistas del departamento de clima de la ONG Ekodia, han descrito muy bien las consecuencias nocivas del conflicto para el medio ambiente de su país. El movimiento de equipo militar pesado, la construcción de fortificaciones, barricadas y trincheras, la contaminación con combustibles y las operaciones de combate están dañando la cubierta del suelo, degradando la vegetación y aumentando la erosión eólica e hídrica. La permeabilidad del suelo al agua disminuye, el oxígeno se desplaza y los procesos bioquímicos y microbiológicos se alteran.

Los conflictos armados también provocan inseguridad económica y alimentaria, lo que lanza a la población civil desesperada a buscar recursos naturales, como talar árboles para obtener leña y madera de construcción o a cazar animales silvestres. Lo mismo hacen los militares en litigio para alimentarse o traficar con partes animales valiosas como el marfil, para obtener beneficios con los que seguir financiando su causa, algo que es habitual en África. Esto suele ocurrir fundamentalmente en las áreas protegidas que quedan desamparadas y a merced de este furtivismo por falta de gestión, vigilancia, presupuestos y un debilitamiento de las medidas ambientales y la aplicación de las leyes.

Con la guerra, el patrimonio natural de Ucrania se está dañando progresivamente. Alrededor de 2,9 millones de hectáreas de la Red Esmeralda de Áreas de Conservación de la Naturaleza, creadas para la preservación de especies y hábitats con protección paneuropea, están bajo amenaza de destrucción. Decenas de reservas naturales y de la biosfera así como parques naturales nacionales han sufrido grandes daños. El territorio de novecientas unidades del Fondo de Reserva Natural (1,24 millones de hectáreas) se está usando para las maniobras militares de la invasión. A todo esto se une la destrucción de los Sitios Ramsar en las costas de los mares de Azov y Negro, al igual que en los tramos inferiores del río Dniéper, uno de los espacios protegidos a ultranza y de interés internacional.

La fauna tampoco se libra
Los animales salvajes son también víctimas de los combates. Se les caza furtivamente o intentan escapar de los puntos críticos poniendo en riesgo la reproducción y su supervivencia. Ahora mismo no se sabe qué está pasando con los cerca de cuatrocientos bisontes europeos (Bison bonosus) que hay en el país y si seguirán la misma suerte que la población matriz de la que proceden, la de Bialowieza (Polonia), extinta en libertad durante la segunda Guerra Mundial y recuperada in extremis (ver Quercus 438, pág. 14-21). O qué está pasando con las manadas de grandes herbívoros emblemáticos, como los antílopes saiga, en peligro de extinción, y las de caballos de Przewalski, que corrían libres por la reserva de Askania-Nova, actualmente bajo dominio de las fuerzas rusas.


También las aves se ven afectadas. Tres rutas principales de migración pasan por Ucrania, cruzando sobre zona de guerra, lo que provoca que se vuelvan inquietas, se agoten por el cambio de rutas o la falta de oportunidad de descansar, o incluso que sean abatidas.

Se producen incendios en bosques, pastos y turberas que los servicios de emergencia no pueden extinguir y provocan graves efectos, tanto para el medio como para la salud de las personas por las sustancias tóxicas que se liberan al aire.

En relación a la contaminación atmosférica, durante la detonación de misiles y proyectiles de artillería se emiten compuestos químicos tóxicos como monóxido de carbono, gas marrón, óxido nitroso, dióxido de nitrógeno, formaldehído, vapores de ácido ciánico, nitrógeno y una gran cantidad de sustancias orgánicas tóxicas que afectan a los tejidos y órganos respiratorios de mamíferos y aves. En la atmósfera, los óxidos de azufre y nitrógeno provocan lluvia ácida, que cambia la acidez del suelo y provoca quemaduras en las plantas.

Por otra parte, los fragmentos metálicos de proyectiles no son inertes. Contaminan los suelos y las aguas subterráneas circundantes con las sustancias tóxicas que portan y por efecto de su oxidación. Este contaminante termina en las cadenas alimentarias, afectando a animales y a personas. Sin obviar el coste de recogida y reciclado de toda esa chatarra que va a quedar diseminada.


Hay otro sobrecosto improrrogable en cuanto termine el conflicto. Ucrania es ya, según la ONU, uno de los países más minados del mundo. Será necesario limpiar de minas y restos explosivos más de 80.000 km2 de su territorio.

La amenaza nuclear
Por si fuera poco, Rusia está atacando centrales nucleares e hidroeléctricas, conducciones de gas y depósitos de combustible, así como infraestructuras industriales y mineras, con enormes balsas y lodos de lixiviados y provocando incendios con grandes emisiones de gases tóxicos, que están contaminando el suelo, el aíre y el agua potable por toda Ucrania. Las repercusiones de esta guerra no sólo van a afectar al país que las sufre, sino que se extenderá a todos los países de su influencia en el este de Europa, incluida la misma Rusia e incluso al planeta entero. Se dice que Ucrania es el granero de cereales del mundo.

Pero no sólo sufre el medio terrestre. Los ataques a puertos y a barcos fondeados a lo largo de las costas del Mar Negro y el mar de Azov, están provocando también la contaminación del medio marino. El profesor en ciencias biológicas Ivan Rusev ha revelado, examinando sólo un pequeño tramo de costa en el Parque Nacional Tuzlivski lymani, la presencia de delfines muertos en un porcentaje superior al habitual en tiempos de paz. Una cifra que se incrementaría si pudiera inspeccionarse un área mayor. A ello se suma el impacto acústico bajo el agua de las explosiones y los intensos sonares militares que están afectando al sistema de ecolocación de los cetáceos.

Mientras el mundo se pregunta con horror si Putin usará armas nucleares, Ucrania está viviendo bajo la amenaza de un nuevo desastre nuclear. El primer día de la invasión, el ejército ruso se apoderó de la central nuclear de Chernobyl, famosa por el desastre en 1986, y que registró aumentos significativos en el nivel de radiación. Fue liberada meses después por el ejército ucraniano. Otro incidente de similar naturaleza ocurrió en el complejo nuclear más grande de Europa, Zaporizhzhya, donde por primera vez en la historia de la humanidad un ejército invasor disparó deliberadamente contra él y a punto estuvo de provocar una catástrofe mayor que la de Chernobyl. Por último, la central nuclear del sur de Ucrania, cerca de Mykolaiv, también se convirtió en objetivo de las tropas rusas, sobre las que han lanzado misiles. Según Evgenia Zasyadko, de Ekodia: "Las plantas nucleares no son adecuadas para operaciones militares. Si tienen un accidente, tendremos un segundo Chernóbil".

La conservación, misión casi imposible en tiempos de guera
En el caso concreto de Ucrania, la ocupación, destrucción y saqueo de muchas áreas protegidas y sus oficinas administrativas, con pérdida de bases de datos biológicas y documentación, ha llevado a una situación de colapso de la gobernanza tal que el personal conservador, si no ha fallecido por la acción bélica, se ha visto desplazado, evacuado o convertido en refugiado. El gobierno ya no puede mover fondos o suministros de manera segura para el sostenimiento y preservación de estas áreas naturales ocupadas por el ejército invasor. Ahora tiene que dar prioridad a las necesidades humanas.


Aun así, hay grupos de conservación recaudando dinero y que no han abandonado sus reservas y parques naturales, ni a los animales que los habitan, jugándose la vida en el intento de protegerlos. Incluso ayudando humanitariamente a la población circundante. Desde el comienzo de las hostilidades en 2014, cabe destacar la actuación del Grupo de Conservación de la Naturaleza de Ucrania, liderado por los científicos Oleksii Vasyliuk y Yuliia Spinova, que llevan desde entonces monitoreando los impactos directos e indirectos de las acciones militares.

A pesar de la destrucción de archivos en universidades y centros de investigación por las bombas, están recopilando datos de biodiversidad e impactos en áreas libres y ocupadas que cargan en el Servicio de Información sobre Biodiversidad Global a disposición de grupos, colegas y ecologistas internacionales como la mejor manera de preservar la información. Y no sólo eso, sino que han creado el Grupo de Trabajo de Consecuencias Ambientales de la Guerra de Ucrania (UWEC), que publica una revista mensual, gracias a la colaboración entre especialistas ucranianos e internacionales, donde incluso se encuentran científicos y comunicadores de Rusia y Bielorrusia, lo que pone en relieve el valor democrático y horizontal de la ciencia en el bien de la humanidad y la salvaguarda de la naturaleza, por encima de los odios y tensiones de las nacionalidades y la política.

Zoos y ecoparques bajo los bombardeos
Miles de animales en zoológicos y refugios de fauna están en peligro. Muchos han muerto bajo los bombardeos en los principales centros zoológicos. Con las instalaciones destruidas, bastantes de los más peligrosos para las personas han tenido que ser sacrificados. Otros, simplemente, se han escapado. Aun así, se han podido rescatar un buen número de ellos y evacuarlos a otros zoos. Algunos, por su tamaño o fisiología, ha sido imposible trasladarlos en medio de los combates y se mantienen en los recintos. Los propios cuidadores han decidido quedarse con ellos, aun poniendo en riesgo sus vidas. Varios operarios de los zoos tuvieron que buscar medios de subsistencia para la fauna y para ellos mismos e incluso algunos han muerto. Es la traumática experiencia que ha vivido, entre otros, el Ecoparque Feldman, el más grande del país. Si los cuidados en tiempos de paz requieren mucho esfuerzo y alimento específico, en plena guerra supone un trabajo titánico y peligroso. Los bombardeos estresan a los animales, la cadena de suministros está rota y, además, no hay visitantes para el sostenimiento económico de los parques.


Los zoos de Kiev, Járcov y Nicolaiev, integrados en la Asociación Europea de Zoos y Acuarios (EAZA), recibieron ayuda por parte de esta asociación desde el primer momento. Un gesto solidario gestionado por su oficina ejecutiva, con el apoyo de los zoológicos de Polonia, República Checa, Eslovaquia, España y Alemania. Inmediatamente, recolectaron fondos y enviaron suministros para alimentar y cuidar a los animales, así como reparar instalaciones necesarias. En cuestión de días, se consiguió habilitar una ruta para el transporte de víveres y material. El fondo creció rápidamente hasta alcanzar 1,3 millones de euros de más de 130 instituciones donantes y 11.000 particulares. Una cifra que en el momento de leer estas líneas ya habrá aumentado.

Esta acción confirma la recomendación del informe de la UICN, donde se subraya que la conservación debe continuar en regiones asoladas por la guerra, teniendo como consideraciones primordiales la seguridad de los defensores ambientales y del bienestar animal, además del ambiente que protegen.

El reto de recuperar los ecosistemas dañados
Después de la guerra, los ucranianos tendrán que enfrentarse a las consecuencias ambientales de las hostilidades. Entre otras, la destrucción de los ecosistemas, la contaminación y la disminución de la biodiversidad. Además, la reconstrucción del país requerirá una cantidad importante de recursos naturales acompañada de importantes emisiones de gases de efecto invernadero. Tienen claro que, si llega ese momento, será muy importante garantizar un sistema de vigilancia ambiental eficaz, registrar el alcance real de los daños y tomar las medidas más eficaces para evitar un deterioro mayor y restaurar los ecosistemas a un estado seguro tanto para el ser humano como para la vida silvestre.

En los conflictos bélicos se cometen crímenes de genocidio, violación y lesa humanidad contra los derechos humanos que son juzgados por la Corte Penal Internacional. Pero igualmente deberían ser juzgados los delitos ambientales, que han recibido hasta ahora menos atención. Las afecciones de una guerra no sólo suponen una tragedia para las vidas humanas, sino que afecta al medio ambiente y a su calidad para ofrecer servicios y bienestar a las personas.


Cuando empezaron los conflictos en Ucrania en 2014, el que era entonces secretario general de la ONU, Ban Ki-Moon, denunció que el medioambiente seguía siendo una víctima silenciosa de la guerra. Lo que ha llevado a la codificación de los principios para la protección del medioambiente en relación a conflictos armados por la Comisión de las Naciones Unidas de Derecho Internacional y la propuesta de una definición jurídica de ecocidio. De este modo se amplía la competencia de la Corte Penal Internacional para castigar los crímenes contra el medio ambiente igual que los de lesa humanidad. Así, los imperativos de conservar la naturaleza y prevenir los conflictos se han formalizado en los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS). Y en el derecho internacional, el daño intencional al medio ambiente natural se considera un crimen de guerra.

Sin duda, la guerra tendrá unas consecuencias dramáticas para el medioambiente y la salud pública no sólo de Ucrania, sino de toda el área de Europa del Este y centro Asia. En este sentido, el ministro ucraniano de Protección Ambiental, Ruslan Strelets, ha dicho que Ucrania podría convertirse en el primer país del mundo en recibir reparaciones por delitos contra el medio ambiente. Es de los pocos países que contempla el ecocidio en su legislación. Pero aún está en pañales en la Convención de Ginebra con un único precedente de Comisión de Compensación de Naciones Unidas con la Guerra de Kuwait en 1991. Aun así, está dispuesta a sentar a Rusia en el banquillo por atentado contra el medio ambiente forzando las recientes competencias de la Corte Penal Internacional, sumándolo lamentablemente al de genocidio. Aunque lo tiene realmente difícil porque será complicado de demostrar y Rusia tiene capacidad de veto en el Consejo de Seguridad de la ONU, a pesar de que la destrucción está siendo más que evidente.

Después de una guerra, es posible reconstruir las infraestructuras en un tiempo relativamente breve. Pero los ecosistemas degradados pueden tardar décadas, siglos o, incluso, no restaurarse jamás, como lamentablemente ocurre con las vidas humanas. Esto prolonga el sufrimiento de los supervivientes mucho tiempo después del periodo bélico, obligándoles a emigrar porque pierden el derecho a disfrutar de un medio ambiente sano y a beneficiarse de los servicios ecosistémicos que proporcionaría si no se hubiera degradado. En definitiva, pierden sus recursos de subsistencia: agua, tierras fértiles y aire respirable.

Urge aumentar inversiones en el medio natural
Sin embargo, en ocasiones, aun considerando el desastre que provoca cualquier guerra, los conflictos armados pueden dar cobertura y protección a la naturaleza de manera indirecta: dejando grandes extensiones de terreno sin presencia humana, como áreas interfronterizas, minadas, contaminadas, bajo tutela militar, desplazamiento poblacional, eliminación de actividades extractivas, etc. Es decir, la militarización ha favorecido en ocasiones la tranquilidad y protección de un área y a unas especies determinadas.

Es el caso de la recuperación de la colonia de foca monje de la península de Cabo Blanco (Mauritania-Marruecos) a consecuencia de la guerra del Sáhara (1975-1991) que hizo desaparecer todos los barcos y las redes de pesca que estaban mermando la colonia. O la Zona Desmilitarizada Coreana, una franja de tierra que sirve de amortiguador entre Corea del Norte y Corea del Sur y que se está regenerando y siendo ocupada por importante fauna asiática, como las grullas de coronilla roja, los osos negros asiáticos o incluso los tigres siberianos. Otro caso es el de la recuperación de las poblaciones de peces del mar del Norte por el cese de la pesca a consecuencia de la Segunda Guerra Mundial entre 1939 y 1945. Pero normalmente estas treguas en beneficio de la biodiversidad no duran demasiado en el tiempo y terminan cuando se restauran las actividades económicas después de un conflicto. Aunque ofrecen un buen punto de partida para establecer programas y medidas de conservación que pocas veces se aprovechan.

Tras la cumbre de la OTAN en junio de 2022, los países miembros se han comprometido a alcanzar la denominada “autonomía estratégica” (la capacidad política y militar de tomar decisiones independientes ante todos los posibles retos y amenazas que afectan a nuestra seguridad). Esto obliga a los países que aún no lo cumplen a incrementar el gasto militar hasta el 2% del PIB. Por el contrario, será imposible alcanzar los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) con la baja inversión actual destinada a la Agenda 2030 en materia de adaptación al cambio climático, el reto demográfico y la conservación de la biodiversidad para los próximos diez años.

Como dice el informe State of Finance for Nature, es urgente aumentar las inversiones en nuestro medio natural hasta triplicarse en 2030. Las inversiones públicas soportarán el mayor esfuerzo, pero las Naciones Unidas se dirigen al G20 para que inste al sector privado, responsable del 60% del PIB y que apenas cede un 2% a su aportación en soluciones basadas en la naturaleza. Un coste que siempre será mucho menor que los efectos catastróficos que sobrevendrán por la inacción. Entonces, ¿son tan necesarias las armas?

La realidad es que los países con escasa disponibilidad de recursos naturales básicos, como tierras de cultivo y agua, y que corren un mayor riesgo de sequía por efecto del cambio climático, son propensos a las tensiones políticas y sociales. Además, son víctimas de la intensa emisión de gases efecto invernadero de los países ricos a miles de kilómetros de distancia y la explotación directa de otros recursos estratégicos que tienen y de cuyos beneficios no se ven compensados. Un innegable caldo de cultivo para los conflictos armados cuyos impactos en la naturaleza son abrumadoramente negativos. En este sentido, tenemos que comprender que la interacción dinámica entre naturaleza, recursos naturales y conflictos armados demuestra que invertir en conservación aumenta las perspectivas de paz.


En definitiva, un fortalecimiento de la gobernanza en la gestión de los recursos naturales y de la conservación de la naturaleza, la adopción de decisiones inclusivas, el reconocimiento de los derechos de los pueblos indígenas y de las mujeres, así como la promoción de una mejor coordinación dentro de los países, contribuyen a la consolidación de la paz ambiental. Y, al respecto, las operaciones militares, en cumplimiento de las normas y de los instrumentos jurídicos de los acuerdos internacionales para la salvaguarda de la sostenibilidad ambiental y social, deben tratar de mitigar los daños a los ecosistemas más vulnerables, tanto durante como después de un conflicto. Se debe alcanzar la ecologización de las operaciones militares y humanitarias entre los países o las partes en conflicto con acuerdos de gestión trasfronterizos que restablezcan la paz y la restauración de la naturaleza dañada, incluso creando áreas protegidas compartidas o Parques para la Paz.

Con la amenaza de una guerra nuclear mientras el planeta se precipita a una crisis ambiental que puede extinguirnos, cuando tendríamos que estar unidos para salvarnos, no es momento para la guerra, para actuar egoístamente y enfrentarnos. Nuestra supervivencia depende de la parte cooperativa y colaboracionista de nuestra especie ¿Elegiremos el camino de la sensatez o el de la autodestrucción? Si pusiéramos el mismo empeño en preservar, restaurar y conservar la naturaleza que en guerrear, explotar y destruir nuestro medio natural, haríamos del planeta un lugar maravilloso. Más aún de lo que es.

Más información
La naturaleza, víctima olvidada de la guerra de Ucrania: "Habrá daños que nunca se puedan recuperar" Por Álvaro Caballero / Jaime Gutiérrez (Datos RTVE) 16.05.2022.

AUTORES
Miguel Ángel Cedenilla Carrasco (michcedeni@cbd-habitat.com) es biólogo especializado en la conservación de especies en peligro de extinción y máster en Gestión de Espacios Naturales Protegidos. Desde 1994, trabaja en la protección y estudio de la colonia de foca monje del Mediterráneo de la península de Cabo Blanco (Mauritania-Marruecos), dentro del programa de conservación que dirige la Fundación CBD-Hábitat.
Agustín López Goya (algoya@grpr.com), biólogo, dirige desde hace años el área de biología en los distintos zoológicos del grupo Parques Reunidos en España. Coordina y participa en diversos comités técnicos y grupos de trabajo en asociaciones zoológicas de ámbito nacional e internacional, como EAZA (Asociación Europea de Zoos y Acuarios) y es patrono de la Fundación Parques Reunidos.

Agradecimientos:
Los autores quieren agradecer la ayuda y colaboración prestada de varias personas comentando, corrigiendo y aportando información y fotografías al artículo. A la veterinaria Ruslana Echkenko, por su trabajo buscando y recopilando material fotográfico y ponernos en contacto con Felman Ecopark. Tuvo que venir de Ucrania a consecuencia de la guerra y actualmente está trabajando en Faunia (Madrid). A Oleksandr Feldman, de Feldman Ecopark, por suministrarnos material fotográfico de sus instalaciones afectadas. A Marta del Río y a Jesús Tébar, por sus comentarios y correcciones.

Una versión resumida de este artículo se ha publicado en el cuaderno 445 (marzo de 2023) de la revista Quercus (págs. 52 y 53).

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