Hace un siglo había lobos (Canis lupus) en casi toda la península Ibérica, alimentándose mayormente de ungulados silvestres. Desde entonces hemos ido arrinconándolos durante décadas en zonas mucho más reducidas, principalmente el noroeste peninsular, merced a venenos, caza y transformación del hábitat. Si en los últimos años el número total de lobos ibéricos estuviera aumentando, y su distribución extendiéndose, en la medida que sea, como argumentan diversas fuentes dignas de crédito (por ejemplo, la Enciclopedia Virtual de los Vertebrados Españoles, impulsada por el CSIC), deberíamos celebrarlo y favorecer su viabilidad poblacional en tal escenario.
Sencillamente, el lobo estaría recuperando sus territorios. Y no debería extrañarnos: el veneno en el campo ha ido disminuyendo salvo lamentables repuntes recientes y se han protegido más espacios naturales. Pero, sobre todo, el incremento notable en superficie de vegetación leñosa por reforestaciones y el abandono de pastos y cultivos en el medio rural está produciendo, incuestionablemente, un aumento en la disponibilidad de refugio del lobo y en las poblaciones y reparto geográfico de sus presas predilectas, destacando sobre todo el jabalí (Sus scrofa) y el corzo (Capreolus capreolus), pero también el ciervo (Cervus elaphus), ayudado por repoblaciones cinegéticas.
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