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El archipiélago de Ogasawara, también conocido como Islas Bonin, comprende varias decenas de pequeñas islas situadas a unos 1.000 kilómetros al sureste de la costa japonesa. En 2011 la Unesco las declaró Patrimonio de la Humanidad. Su singularidad biológica les ha valido el calificativo de las Galápagos de Oriente: la mitad de sus más de 500 especies vegetales son endémicas, así como el 90% de su centenar largo de especies de caracoles terrestres.
Arriba, a la izquierda, matorral seco autóctono dominado por Distylium lepidotum y Pouteria obovata. A la derecha, bosque introducido de casuarina australiana (Allocasuarina verticillata). Debajo, las dos especies de caracoles estudiadas: Ogasawarana discrepans (izquierda) y O. optima (derecha). En el centro, primeros planos de una concha intacta y otras tres atacadas por ratas negras (fotos: Satoshi Chiba).
El archipiélago de Ogasawara, también conocido como Islas Bonin, comprende varias decenas de pequeñas islas situadas a unos 1.000 kilómetros al sureste de la costa japonesa. En 2011 la Unesco las declaró Patrimonio de la Humanidad. Su singularidad biológica les ha valido el calificativo de las Galápagos de Oriente: la mitad de sus más de 500 especies vegetales son endémicas, así como el 90% de su centenar largo de especies de caracoles terrestres. Arriba, a la izquierda, matorral seco autóctono dominado por Distylium lepidotum y Pouteria obovata. A la derecha, bosque introducido de casuarina australiana (Allocasuarina verticillata). Debajo, las dos especies de caracoles estudiadas: Ogasawarana discrepans (izquierda) y O. optima (derecha). En el centro, primeros planos de una concha intacta y otras tres atacadas por ratas negras (fotos: Satoshi Chiba).

Invasiones con doble filo

miércoles 22 de octubre de 2014, 11:53h
Una estrategia común en restauración ecológica es tratar de eliminar a las especies introducidas. No obstante, cuando las especies foráneas se convierten en custodias de las especies nativas, se plantea un dilema entre recrear las condiciones históricas del ecosistema o aceptar las introducciones y los beneficios que puedan aportar.

Salvador Herrando Pérez
salvador.herrando-perez@adelaide.edu.au
CUANDO NACE UNA PERSONA, ingresa en una cultura que ya ha establecido lo que está bien y lo que está mal. Si en la madurez no revisa esos valores, los asume como ciertos y actúa en consecuencia; lo cual no está ni bien, ni mal… Es así. De la misma manera, aunque el objetivo de la ciencia consiste en reducir la subjetividad de nuestros juicios al explicar por qué ocurren las cosas, los científicos también estamos sesgados. El recientemente fallecido Basil Slobodkin llamaba “reificaciones” a esos sesgos profesionales (1) y recurría a las especies invasoras para ilustrarlos. Los ciudadanos, con o sin bagaje científico, tendemos a demonizar a aquellas especies que han llegado de otra parte y son muy abundantes, cayendo en una suerte de xenofobia (2). Así, el mejillón cebra (Dreissena polymorpha) o el alga caulerpa (Caulerpa taxifolia) son especies (militarmente) “invasoras”, (aparentemente) “alienígenas”, (salubremente) “nocivas” y (técnicamente) “contaminantes biológicos”, entre otros epítetos comunes en la literatura especializada (3). Tales calificativos están cargados de connotaciones peyorativas para denominar organismos que afectan al bienestar humano en cualquiera de sus dimensiones (económica, ética, estética, sanitaria).
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