Sex o no sex
miércoles 22 de octubre de 2014, 11:53h
¿Por qué la inmensa mayoría de las especies se reproducen de forma sexual, si la
reproducción asexual es mucho más eficiente? Este problema, etiquetado como “el principal enigma de la biología evolutiva”, ha generado desde hace medio siglo una amplísima
literatura y todo tipo de especulaciones.
Hoy en día, la cuestión dista
de estar cerrada.
Otoño de 1881. Por los jardines de la Universidad de Friburgo (Alemania), una figura de mediana edad pasea ensimismada en sus pensamientos. Sus colegas mueven la cabeza al verlo pasar y comentan entre ellos: “Una lástima lo del profesor Weismann. Una prometedora carrera como microscopista cortada en seco por unas inoportunas molestias oculares. Desde entonces consagra su tiempo a elucubraciones teóricas relativas a la evolución”. Para los respetables miembros del claustro docente, las reflexiones teóricas pueden estar bien para los físicos, con su sofisticado aparato matemático, pero en el mundo biológico la única vía realista para llegar a alguna parte es la experimental. Ajeno a los comentarios, August Weismann se está enfrentando en solitario a un difícil problema que trae en jaque a la creciente comunidad de biólogos evolucionistas.
A lo largo de la segunda mitad del siglo XIX el darwinismo se ha ido consolidando como una teoría seria, lo que no impide que muchas cuestiones sigan sin clarificar. De todas ellas, una intriga particularmente a nuestro hombre: ¿Por qué –se pregunta una y otra vez– la evolución ha desarrollado y sigue manteniendo el mecanismo de la reproducción sexual, si a todas luces la asexual es mucho más eficaz? Recientemente el escritor inglés Samuel Butler ha puesto el dedo en la llaga al sentenciar: “Una gallina es sólo un medio para que un huevo produzca otro huevo”, una afirmación con la que todo el mundo está de acuerdo, pues el fin último de cada ser vivo es, en efecto, la reproducción.
Ahora bien, de las dos formas de reproducción conocidas, la asexual es aparentemente la más eficaz por varias razones. En primer lugar, no requiere el engorroso trámite de que dos individuos de distinto sexo se encuentren para aparearse. Además, todo individuo es capaz de generar descendencia, mientras que en la sexual sólo las hembras gozan de esa prerrogativa. Entonces, ¿por qué los organismos asexuales o partenogenéticos, formados por hembras que se reproducen por sí solas como clones, son una rareza que apenas llega al 0’1% de las especies conocidas? ¿Dónde radica el secreto del éxito arrollador de los seres sexuados?
La variabilidad
es la clave
Durante años, Weismann ha barajado distintas hipótesis en vano, pero mientras pasea por el campus cree tener la solución al alcance de la mano. Recientemente ha leído el libro del anatomista alemán Walter Flemming, en el que describe el papel de los cromosomas en la reproducción celular. ¿No estará allí el secreto? De repente se detiene y se da una palmada en la frente. “¡Por supuesto! ¿Cómo no lo he pensado antes?” Sin duda es en estos bastoncillos, los cromosomas, donde se encuentra la maquinaria hereditaria responsable de transmitir los caracteres de padres a hijos. Y si no, ¿qué sentido tiene que los cromosomas se recombinen para formar gametos y su número se reduzca a la mitad en la meiosis, si tras la fecundación el número se va a restaurar de nuevo? Esta súbita inspiración es la que le va a dar la clave para resolver el enigma con el que lleva tanto tiempo luchando.
La ventaja de la reproducción sexual radica en favorecer la variabilidad genética, que es la base sobre la que actúa la evolución, lo que a su vez implica una mayor capacidad de adaptación ante condiciones ambientales cambiantes. Se trata de una idea sencilla pero potente al mismo tiempo, que es recibida con entusiasmo por la comunidad científica. Tanto es así que durante más de medio siglo nadie va a tener la osadía de ponerla en tela de juicio.
A mediados de los años sesenta del siglo XX el evolucionista George Williams acaba de leer el libro de Wynne-Edwards en el que intenta demostrar que el comportamiento social y reproductor de los animales está diseñado para controlar la natalidad. De acuerdo con su tesis, esta es la única vía para evitar que los individuos egoístas eliminen los recursos disponibles, lo que supondría la extinción de toda la población. Es lo que se conoce como “selección de grupo”.
Ante afirmaciones de este tipo, Williams no puede estar más en desacuerdo: “La selección de grupo –afirma– nunca puede frenar la evolución del individuo. Supongamos una población de petirrojos cuya tasa de reproducción está autocontrolada por efecto de la selección de grupo, lo que evita la escasez de recursos. En ese contexto puede aparecer un individuo mutante, cuya tasa de reproducción sea mayor. Al tener más descendientes que el resto de la población el carácter ‘mayor tasa reproductiva’ se irá imponiendo con el tiempo pese al riesgo de agotamiento de los recursos, con lo que la selección individual primará sobre la de grupo.”
¿Cómo escapar de
la selección de grupo?
Los sólidos argumentos de Williams evidencian la necesidad de ser cautos a la hora de proponer explicaciones evolutivas, pero al mismo tiempo suscitan un desenlace insospechado. Pronto se constata que también la hipótesis de Weismann descansa sobre el concepto de selección de grupo, puesto que, aunque el aumento de variabilidad genética que proporciona la reproducción sexual favorece al conjunto de la población, lo que a cada individuo particular le interesa es la vía asexual, que es en definitiva la que maximiza de forma inmediata el éxito reproductor. Al fin y al cabo, las ventajas de la reproducción sexual se ponen de manifiesto a largo plazo, conforme las condiciones ambientales van cambiando, mientras que las ventajas de la reproducción asexual son inmediatas. ¿No deberían eliminar las competidoras asexuales a las sexuales, antes de que las ventajas de las segundas se pusieran de manifiesto?
Ante la consternación general, hay que rendirse a la evidencia de que un problema que parecía resuelto se vuelve a presentar con mayor virulencia. Al argumento clásico de que en la reproducción sexual se reduce a la mitad el número de descendientes potenciales por la incapacidad de procrear de los machos, se suma la afirmación de que además se reducen en un 50% las probabilidades de dejar copias de los propios genes. Es lo que se conoce como “doble coste del sexo”. En realidad, en los organismos hermafroditas la reproducción sexual no parece presentar ningún problema, puesto que, aunque cada individuo fabrica descendientes con la mitad de sus propios genes y la mitad de los de su pareja, como ésta hace lo propio entre ambos pueden dejar copias de todos los genes. Tampoco suscita problemas el caso de las especies cuyos machos participan en el cuidado de las crías, porque los inconvenientes de la reproducción sexual se compensan con creces al aumentar la tasa de reproducción. Por lo tanto, podemos limitar la cuestión a las especies dioicas cuyos padres se desentienden del cuidado de los hijos. Planteado en estos términos, el problema ha sido considerado como el principal enigma de la biología evolutiva tanto por Maynard-Smith como por la mayor parte de los biólogos.
Hipótesis, hipótesis...
Los argumentos de Williams en contra de la selección de grupo han supuesto el pistoletazo de salida para la búsqueda de una explicación sólida que compense el inconveniente del doble coste del sexo. Decenas de modelos se han propuesto desde entonces, pero a fecha de hoy ninguno goza del suficiente consenso. En unos casos porque los nuevos modelos son variantes encubiertas de la hipótesis de Weismann, en otros porque los beneficios no parecen justificar los inconvenientes.
Uno de los primeros en presentar una alternativa fue Hermann Müller. Este biólogo había recibido el premio Nóbel de medicina en 1946 por sus investigaciones sobre el papel de los rayos X en las mutaciones y parecía natural que se propusiera poner sus conocimientos al servicio de la causa sexual. En 1964 propone la hipótesis conocida como “trinquete de Müller”, según la cual en la reproducción asexual las mutaciones pasan de padres a hijos sin posibilidad de que se eliminen y, de hecho, su número se incrementa con el tiempo. En la sexual, por el contrario, se pueden formar combinaciones de genes, al azar, que eliminen total o parcialmente las mutaciones. Por lo tanto, el papel de la reproducción sexual no es otro que el de eliminar mutaciones perniciosas, que de otro modo limitarían severamente la supervivencia de la especie. Sin embargo, pronto aparecen voces críticas que plantean serias objeciones: al fin y al cabo muchas especies se han reproducido de forma exclusivamente asexual durante largos periodos de tiempo y no parecen sufrir ningún contratiempo por el efecto de las mutaciones acumuladas. Otro tanto sucede con el ADN de mitocondrias o cloroplastos, orgánulos presentes en las células animales y vegetales, respectivamente, pero que se reproducen de forma autónoma asexualmente y, por lo tanto, sin que medie recombinación genética alguna, lo que no es óbice para que su operatividad se mantenga incólume.
Otra conocida hipótesis es la de la “Reina Roja”, que ha tomado su nombre de un episodio de Alicia a través del espejo. Según este relato, Alicia y la Reina Roja han de correr sin parar, para seguir en el mismo sitio. Con esta metáfora se ilustra lo que sucede en los casos de coevolución, cuando dos especies que interaccionan han de evolucionar simultáneamente para mantenerse en la misma situación. En este contexto, si una especie que es parasitada por otra tiene reproducción asexual, su genotipo no cambia de generación en generación, lo que favorece al parásito, que puede evolucionar en el sentido de mejorar su capacidad parasitaria. Si, por el contrario, el hospedador tiene reproducción sexual, el genotipo de los hijos no será idéntico al de los padres y los parásitos se encuentran con el inconveniente de tener que adaptarse a ambientes nuevos en cada generación. En definitiva, la reproducción sexual se justifica porque favorece la resistencia del hospedador ante el ataque de sus parásitos. Lamentablemente para esta sugerente propuesta, ahora sabemos que el sistema inmunológico puede generar también una alta variabilidad genética sin recurrir a la reproducción sexual.
Recientemente, Patrick Doncaster y sus colegas de la Universidad de Southampton (Reino Unido) han aportado un novedoso enfoque que podría poner punto final a este medio siglo de especulaciones. Con la ayuda de un ordenador han recreado un sistema en el que intervienen especies sexuales y asexuales que compiten en un medio de recursos limitados. En estas circunstancias, y en contra de lo que pudiera suponerse, las especies asexuales no eliminan por competencia a las sexuales. ¿Por qué? Sencillamente porque las primeras, al ser clones unas de otras, tienen exactamente los mismos requerimientos y compiten entre sí más intensamente que con las sexuales. Éstas, por el contrario, compiten menos intensamente entre sí y pueden explotar un rango más amplio de recursos. Volvemos de nuevo a la hipótesis de Weismann, aunque con un nuevo matiz que parece alejar el fantasma de la selección de grupo. ¿O no?