Tanto la gastronomía popular como la de alto postín sostienen que la mejor receta es la que utiliza productos de temporada. Cuando no había invernaderos, ni rápidas rutas de comercio internacional, ni tanta conserva o congelado, nuestros abuelos tenían acceso a la cosecha en función de cuándo y cómo llegaban el júbilo primaveral o las primeras heladas: unos años había más cerezas y otros menos berenjenas. Pero si hay un gran depredador que depende de los alimentos de temporada ese es sin duda el oso polar (Ursus maritimus). El ciclo vital de su presa principal, los juveniles de un año de foca anillada (Pusa hispida), está ligado al hielo ártico que cubre grandes extensiones de mar al ritmo de las estaciones (1). Si el hielo del invierno es abundante hasta el deshielo primaveral, cada oso puede llegar a consumir unas 50 focas, que metabólicamente generan reservas de grasa con las que pasar los meses estivales. Sin hielo invernal, las focas serán difíciles de encontrar durante todo el año y los osos deberán enfrentarse a un verano de hambruna. Observaciones recientes postulan una obligada transición en la dieta de este carnívoro hacia el consumo de huevos y adultos de aves marinas (2).
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