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Estrategias evolutivas del género Carex

Las cárices, unas plantas diseñadas para el éxito

Texto: Ana María Molina, Carmen Acedo y Félix Llamas. Fotos: Ana María Molina.

miércoles 22 de octubre de 2014, 11:53h
Las cárices, unas plantas diseñadas para el éxito
En España viven unas cien especies del género Carex, por lo general ligadas a las riberas de ríos y lagunas. Probablemente originadas en el sureste asiático, gracias a sutiles estrategias reproductivas y a una sorprendente flexibilidad genética han conseguido colonizar el Hemisferio Norte con notable éxito.

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El género Carex es uno de los más diversos de la flora peninsular. En cualquier paseo por el campo podemos ver varias especies de este grupo de plantas, aunque a la mayoría de las personas les pasan desapercibidas, a no ser que se rocen con sus hojas de bordes cortantes. Tanto es así, que en nuestro país carecen de nombre común. En ocasiones se les llama “carrizas”, pero dicho término no engloba a todas las especies de Carex; más bien se refiere a aquellas plantas –sean Carex o no– de aspecto graminoide que ocupan los bordes de ríos y lagos. Por su parte, el nombre de “cárices”, que encontramos en la literatura científica (1), no deja de ser un cultismo sin base popular. En otros países con mayor tradición botánica reciben el nombre de laîches (Francia) y sedges (Reino Unido), que aluden no sólo al género Carex, sino a toda la familia de las Ciperáceas (Cyperaceae).

Pero, ¿por qué son tan abundantes los Carex? ¿Cuál es la clave de su éxito? La respuesta es compleja. Las cárices disponen de una serie de refinadas estrategias reproductivas y ecológicas que las sitúan en un avanzado puesto de la escala evolutiva, comparable al que ocupan algunas especies de mamíferos en el reino animal. Las cárices son monocotiledóneas y, por lo tanto, nacen de una semilla que al germinar tiene una única hojita. Pero para asegurarse el éxito no se lo juegan todo a una sola carta, también se reproducen asexualmente. Disponen para ello de rizomas que, en caso de necesidad, aseguran la supervivencia del individuo. Es obvio que para las carrizas –y nos referimos a aquellos Carex que viven al borde del agua– estos rizomas suponen una excelente adaptación ecológica, ya que les proporcionan una sujeción envidiable. De hecho, en muchos países, entre ellos Estados Unidos (2), son utilizadas frecuentemente para restaurar riberas y zonas húmedas degradadas, porque contribuyen a mantener la estabilidad del suelo e impiden la entrada de plantas invasoras.

Provistas de estos rizomas no podemos dudar de que sean plantas perennes. Pues sí, y este es otro punto a su favor: resisten a lo largo del invierno y con la llegada de la primavera no gastan energía en competir por el espacio. Sólo necesitan que crezcan sus tallos vegetativos y empiezan a florecer. La edad media de un individuo se sitúa entre los 10 y los 50 años, pero hay estudios documentados de ejemplares de Carex ensifolia y Carex stans del norte de Siberia que llegan a los 100 e incluso a los 1.000 años (3). En España no disponemos de estudios de este tipo, pero si observamos la base de un cepellón de Carex paniculata, una de las carrizas más comunes en las orillas de ríos y lagunas, podremos comprobar su longevidad.

Los rizomas crecen dando lugar a tallos aéreos. Estos tallos, que suelen ser vegetativos el primer año y florecen en el segundo, tienen contorno triangular y están provistos de largas hojas con nervios longitudinales y bordes cortantes, que resultan desagradables a los herbívoros. Según la longitud del rizoma podemos observar tres formas de crecimiento (4). La primera corresponde a aquellas especies que sólo tienen rizomas largos, como Carex trinervis, de modo que los tallos vegetativos crecen bastante separados unos de otros (hábito rizomatoso). Un segundo grupo, que engloba a la mayoría de las especies, forma rizomas que pueden ser tanto largos como cortos, caso de Carex rostrata, cuyos tallos aéreos crecen formando pequeños grupos próximos unos a otros. Finalmente, un tercer tipo sólo produce rizomas cortos y dan lugar a matas cespitosas, como en Carex paniculata.

Por otra parte, cada tipo de crecimiento confiere ventajas adaptativas en determinados hábitats. Aunque no se puede generalizar, las especies de hábito rizomatoso se desenvuelven mejor en suelos sueltos, con alto contenido de arena. Las del grupo intermedio ocupan lugares de aguas someras y quietas, así como bordes de caminos, prados y bosques. Y, por último, las que forman matas cespitosas se encuentran en lugares inundados y donde el agua fluye con frecuencia.

Las cárices pasan desapercibidas porque sus inflorescencias no llaman la atención. Salvo raras excepciones, como Carex baldensis, son plantas polinizadas por el viento y no requieren vistosos pétalos para atraer a los insectos. En el momento de la floración, las anteras, que se encuentran situadas al extremo de largos y flexibles filamentos, liberan el polen con facilidad. A su vez, los estigmas que lo reciben son largos, para aumentar la superficie de contacto con el polen. En este caso, la estrategia de éxito consiste en ahorrar materiales, dado que no hay sépalos ni pétalos, y en colocar montones de pequeñísimas unidades –las flores– lo más próximas que sea posible para tener así la seguridad de que alguna sea fecundada. Es evidente que la planta multiplica por diez sus posibilidades de éxito si en vez de fabricar una flor grande fabrica diez pequeñas. Este proceso de miniaturización de las inflorescencias, que también ocurre en las Umbelíferas y en las Gramíneas, ha alcanzado en este grupo una de sus cotas más altas.
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