Venturas y desventuras
de un pajarero
miércoles 22 de octubre de 2014, 11:53h
Los lectores más veteranos de Quercus se verán reflejados en las vivencias de
Paco Gragera, entrañable colaborador de la revista que no podía perderse este
aniversario y con el que compartimos aficiones e inquietudes generacionales.
Que yo recuerde, todos los miembros de mi familia dejaban aparcadas sus discrepancias a la hora de afirmar que el niño –un servidor– había nacido con la cabeza llena de pájaros. Seguramente ha sido en lo único que se han puesto de acuerdo en toda su vida. La afición por los pájaros es cosa de la herencia genética. Mi abuelo paterno, Antonio Gragera, mantuvo una apreciable colección de aves domésticas y silvestres, como alondras, trigueros, jilgueros, canarios, palomas, tórtolas, perdices y codornices, sin olvidar a un loro gris –con un amplio repertorio en el que no faltaban las típicas palabrotas– ni a una pepa borracha (urraca) adicta al hurto de toda clase de objetos brillantes que escondía en el tejado de la vivienda. Algunos de sus hijos, concretamente mis tíos Joaquín y Teresa, heredaron aquella pasión por los pájaros, dedicándose el primero a la cría de la raza del gallo de pelea, mientras la segunda demostraba una habilidad increíble para cruzar periquitos obteniendo los colores y diseños más variopintos.
Mi padre, aunque no compartía aquella –entonces rara– afición por la ornitología, fue el mecenas que me regaló un buen número de libros de zoología. Recién cumplidos los diez años me compró la magnífica Enciclopedia de Ciencias Naturales de la editorial Bruguera, a la que se sumaron, a comienzos de los años setenta, la Gran Enciclopedia Ilustrada del Reino Animal –algunas de cuyas fotografías en blanco y negro ilustraron el programa de televisión Planeta Azul del inolvidable Félix Rodríguez de la Fuente– y la Gran Enciclopedia Ilustrada de las Aves, ambas publicadas por el Círculo de Lectores. A ellas se sumaron la Enciclopedia Salvat de la Fauna y El Libro de las Aves de España, de Selecciones del Reader’s Digest, en cuyas páginas descubrí que el cuaderno de campo es, junto con los prismáticos y una buena dosis de paciencia, la mejor herramienta para estudiar las aves del campo. Mi padre, aparte de comprarme los libros que literalmente devoraba en los ratos libres, me llevó también a visitar en repetidas ocasiones el Museo Nacional de Ciencias Naturales, la casa de fieras del Retiro madrileño y el parque zoológico de la Casa de Campo, así como los zoos de Barcelona y Lisboa.