Más de 2.500 científicos de reconocido prestigio han suscrito una carta en la que solicitan al Parlamento Europeo un cambio de rumbo en la Política Agraria Común (PAC). En ella dejan constancia de que existe un “consenso inequívoco” entre la intensificación de la agricultura y la pérdida creciente de biodiversidad. Nada nuevo para los lectores de Quercus. Lo sorprendente es que los diputados europeos aún no lo sepan. De hecho, no deben saberlo, porque perseveran en un modelo agrario incompatible con la diversidad de especies animales y vegetales. Los campos de antaño, cuando las explotaciones eran mucho menos intensivas, albergaban una diversa comunidad de seres vivos. No puede compararse, desde luego, con la de los ecosistemas originales, pero sí tenía relevancia para la diversidad biológica. Ahora, sin embargo, cuando los monocultivos y el regadío ganan terreno a marchas forzadas, el escenario es más propicio para la “primavera silenciosa” que ya vaticinó Rachel Carson en los años sesenta. Aunque ella pusiera el acento en el DDT y otros insecticidas, sin tener en cuenta consecuencias tan negativas como la pérdida de linderos y barbechos debido a la concentración parcelaria. Los campos actuales se parecen más a un desierto monocolor que al bosque aclarado que fueron en sus orígenes.
El problema podría ceñirse a lo ambiental, pero resulta que la actual PAC nos cuesta a los ciudadanos nada menos que 60.000 millones de euros, más del 36% del presupuesto total de la Unión Europea. ¡Un tercio del dinero se destina a empobrecer la biodiversidad! Y ni siquiera garantiza las rentas agrarias de la mayoría de los que aún viven en el mundo rural, como queda de manifiesto en amplias superficies despobladas de nuestro propio país. Los grandes beneficiarios de estas subvenciones son los propietarios de enormes extensiones de terreno dedicadas al monocultivo intensivo. Cuanto más intensivo, mejor y más rentable. La Sociedad Española de Ornitología (SEO/BirdLife) ha divulgado un dato bastante revelador: las poblaciones de aves vinculadas a espacios agrarios han sufrido un hundimiento del 55% entre los años 1980 y 2015. No les ha ido mejor a los insectos en Alemania, con un derrumbe del 76% en menos de treinta años. A la vista de estos resultados, era inevitable que se produjera el actual consenso entre zoólogos.
Más recientemente, un número superior de científicos, más de 11.000 al cierre de este número de Quercus, habían suscrito una declaración en BioScience para que no se postergaran durante más tiempo las medidas para paliar el cambio climático. No se refieren en este caso a sus efectos sobre la biodiversidad, aunque también, sino que advierten sin ambages de un “incalculable sufrimiento humano” si nos mantenemos empecinadamente en el mismo camino. Otro millar de científicos que apoyan el movimiento Extinction Rebellion ha llegado a proponer la desobediencia civil no violenta como fórmula de protesta ante la crisis climática.
Pero, ¿servirá de algo todo esto? Es de agradecer el compromiso público de tantos científicos profesionales, pero ya ha habido muchas otras iniciativas similares que luego se diluyen en declaraciones, estudios y comisiones de investigación. Puede que lleguen incluso a uno de esos grandes eventos mundiales donde lo que se habla suele ir por delante de lo que se hace, como la COP25 que se celebra en Madrid entre los días 2 y 13 de este mes de diciembre. El problema es de mayor calado y hunde sus raíces en un impulso intensificador transversal, que se percibe no sólo en la agricultura y la ganadería, sino también en la pesca, el urbanismo, el transporte y hasta en el fútbol. Una máquina insaciable que devora también personas.