Al cierre de este número de Quercus aún estábamos bajo el dominio de una serie de borrascas que hicieron muy lluviosa la primera quincena de junio. Pero las previsiones coincidían en que después se abriría paso el verano, con todas sus consecuencias. Una de ellas, casi inevitable, es el fuego. Los incendios forestales se ajustan a la denominada Regla del 30. Hay muchas probabilidades de que aparezcan cuando la temperatura supera los 30 grados centígrados, la humedad relativa del aire desciende por debajo del 30% y la fuerza del viento es superior a los 30 kilómetros por hora. Y hay alguien que aprovecha todo esto para meter candela, claro. Por eso hubo muchos incendios en marzo, un mes tradicionalmente más frío y húmedo. Este año, al menos, se ha cumplido el célebre refrán: “cuando marzo mayea, mayo marcea”.
Otro refrán sentencia que nunca llueve a gusto de todos. Muchos agricultores han visto mermadas o perdidas sus cosechas por falta de agua en las fechas propicias. A cambio, no se ha suspendido ninguna procesión en Semana Santa. En cuanto a la Feria del Libro de Madrid, da igual en qué fechas se convoque: siempre llueve. Nos adentramos, pues, en el verano con alguna defensa adicional contra los incendios. Pero no hace falta ser profeta para saber que acabarán llegando. De ahí que este número de Quercus esté tan centrado en el fuego.
La primera conclusión es que no hay dos incendios iguales, pues son múltiples las variables que intervienen en cada suceso. De lo que se deduce que tampoco hay una solución única. Deben estudiarse los casos particulares antes de tomar decisiones sobre cómo prevenirlos y, una vez declarados y extinguidos, qué hacer con la madera quemada y cuál es el mejor procedimiento para recuperar el terreno perdido. ¿Perdido? No necesariamente. El fuego es un agente dinamizador desde el origen de los tiempos. Otra cosa son los incendios provocados, por descuido, por venganza o por idiotez. O, peor todavía, los incendios recurrentes. Pero cuando se producen de forma espontánea, están ya “descontados” como diría un economista.
En nuestro país, las zonas quemadas parece que se recuperan bastante bien en plazos de tres a cinco años, según hablemos de la región atlántica o de la mediterránea, e incluso pueden beneficiar a ciertas especies en detrimento de otras, no sólo vegetales, sino también animales. No hay más que ver el artículo firmado por tres investigadores catalanes que han estudiado el impacto sobre los caracoles terrestres de un incendio que tuvo lugar en el Parque Natural de Sant Llorenç del Munt i l’Obac (Barcelona) en el verano de 2003 (págs. 18-24). Lo que han encontrado casi veinte años después es bastante sorprendente. Como también lo es el resultado de un trabajo de la Estación Biológica de Doñana sobre pinares andaluces incendiados: algunas especies de hormigas y abejas podrían verse favorecidas por el fuego (pág. 25). La fauna invertabrada, menos visible y valorada, siempre se reserva bazas con las que no contamos. El colofón lo pone Xiomara Cantera, responsable de prensa en el Museo Nacional de Ciencias Naturales, con una síntesis sobre el problema de los incendios en la que recoge las opiniones de ocho expertos en silvicultura, ecología y edafología (págs. 26-32).
Una de las claves es el abandono del campo, el éxodo rural. El sector agrario ha pasado demasiado rápido de un modelo extensivo y disperso a otro intensivo y concentrado. La sucesión vegetal se ha puesto en marcha para recuperar la superficie arrebatada durante siglos de ocupación y explotación, de manera que hay mucha más biomasa disponible, mucho más combustible. Esto no es malo de por sí, como se escucha a menudo junto a ese latiguillo de que “hay que limpiar el monte”. Otra cosa es que los acontecimientos se ajusten a nuestros intereses. Sin agricultores ni ganaderos, el escenario ha cambiado mucho. Así que ahora no nos enfrentamos solamente al fuego, sino a incendios gigantescos, reiterados, devastadores y muy difíciles de controlar. Eso sí que no lo tenía previsto, ni “descontado”, la naturaleza.