Han pasado más de treinta años desde que se aprobó la Directiva de Hábitats. En Quercus acabábamos de cumplir nuestros primeros diez años de trayectoria editorial y aún recordamos el entusiasmo, no exento de cierta desconfianza e incertidumbre, con el que se acogió esta norma europea. No era para menos ya que, como el paso del tiempo se encargaría de validar, la Directiva de Hábitats ha acabado siendo decisiva para el patrimonio natural del Viejo Continente. Valga de ejemplo cómo su fruto más valioso, la Red Natura 2000, contribuyó hasta un punto que por aquel entonces pocos preveían a que hoy en día buena parte de los hábitats naturales y seminaturales de Europa cuenten con un escudo de protección legal potente y estable. Y con ellos, por supuesto, toda la fauna y la flora que acogen, en especial la más amenazada. ¿Habría sido posible la recuperación de un icono de la naturaleza europea como el lince ibérico sin una herramienta legal como la Directiva de Hábitats?
A finales del pasado mes de febrero el Parlamento Europeo ratificó el Reglamento sobre la Restauración de la Naturaleza, que por su previsible trascendencia y las expectativas que ha generado nos lleva a comparar este momento con el que alumbró la Directiva de Hábitats. Es cierto que el paso final de todo este proceso aún no ha sido dado y el acuerdo adoptado por el Parlamento Europeo está pendiente de recibir la aprobación formal de los estados miembros en el Consejo, lo cual se espera que ocurra en breve. Pero las etapas más duras de la tramitación ya han sido superadas. Luego habrá que ver cómo el nuevo Reglamento es aplicado en cascada por las diferentes administraciones públicas.
A pesar de los recortes que ha sufrido durante su gestación, los objetivos del Reglamento son igual de prometedores que los que propuso en su día la Directiva. Eso sí, el lenguaje ha cambiado en las tres décadas transcurridas. Ya no se habla de proteger, sino de restaurar, algo que beneficiará, según las previsiones, al 20% de los ecosistemas terrestres y marinos para 2030 y a la totalidad de los ecosistemas degradados para el año 2050. Además, plantea la eliminación de barreras artificiales y una mejor conectividad hidráulica en al menos a 25.000 kilómetros de ríos, así como revertir el declive de los polinizadores. Un detalle importante es que incorpora como objetivo la mejora de los distintos indicadores ecológicos que sirven para valorar los ecosistemas agrícolas y promueve una mejor gestión pesquera. Es aquí cuando empiezan a surgir los problemas.
El Reglamento se ha aprobado en plena crisis, cuando agricultores y ganaderos de toda Europa reclaman exactamente lo contrario, es decir, una relajación de la normativa ambiental. Propósito al que también se ha sumado el sector pesquero. Por cierto, el mantra de la flexibilidad enarbolado por todas estas reivindicaciones sectoriales también ha repercutido en la Directiva de Hábitats desde sus inicios. Lo que plantean sería muy razonable si solamente afectara a su actividad laboral y económica. Pero falta, como siempre, un enfoque amplio, tanto en el espacio como en el tiempo, que ni productores, ni gestores, ni políticos parecen dispuestos a asumir. Es muy fácil transigir para resolver los conflictos inmediatos, pero son meras maniobras de reanimación que no contribuyen a resolver el complejo cuadro de fondo. Hasta que sobrevenga la siguiente recaída.
Da la impresión de que la sociedad actual entiende que es posible conseguir una cosa y la contraria. Cualquier opinión es igualmente válida, así que el secreto reside en dar con la fórmula mágica que permita satisfacer a todas las partes. Por desgracia, no es posible aplicar aquí una lógica de cuento de hadas con final feliz. Hay que elegir y, como en cualquier dilema, habrá favorecidos y perjudicados, exactamente igual que pasó con la Directiva de Hábitats, sin la que hoy no se podrían entender muchos de los logros obtenidos en materia de conservación y protección de la naturaleza en España. En el fondo, todo depende de lo que realmente queramos. El Reglamento plantea unas expectativas que no podrán cumplirse sin sacrificios. Lo que hoy en día esgrimen los sectores productivos va directamente en sentido contrario al espíritu de la norma, lo que significa que será muy difícil, por no decir imposible, que se alcancen esos objetivos para 2030 y 2050. Se admiten apuestas. No es posible soplar y sorber al mismo tiempo.