Junio - 2020 9 de mayo de 2025
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El pasado 3 de marzo, las principales organizaciones ecologistas de ámbito estatal hicieron público un documento de título elocuente: Un programa por la Tierra. Un año sin política ambiental. Amigos de la Tierra, Ecologistas en Acción, Greenpeace, SEO/BirdLife y WWF España hacían en él un balance de la gestión ambiental del Gobierno un año después de las elecciones generales que revalidaron el mandato de José Luis Rodríguez Zapatero. La conclusión es desoladora: el medio ambiente ha perdido gran parte del peso político que tenía en la anterior legislatura y la política ambiental ya no forma parte de las prioridades del Gobierno. Algo que se veía venir tras la fusión de los ministerios de Medio Ambiente y Agricultura. Es más, con la excusa de la crisis económica, se están promoviendo políticas del todo insostenibles basadas en el impulso a los grandes proyectos de obras públicas incluidas en el Plan estratégico de infraestructuras y transporte. Y todo esto se refiere a la parte más puramente ambiental de la gestión del Gobierno. ¿Qué pasa con la conservación de la biodiversidad? En este terreno, el diagnóstico es aún peor. Según los autores del informe, no existen políticas activas para frenar la pérdida de biodiversidad y las principales amenazas para la flora y la fauna siguen operando sin ninguna cortapisa.
Por esas mismas fechas Ecologistas en Acción denunció que el 8 de marzo se cumplían diez años desde que la primera ministra de Medio Ambiente, Isabel Tocino, presentara a bombo y platillo la Estrategia española para la conservación y el uso sostenible de la diversidad biológica, que contó con un amplio respaldo social. Un documento que recogía los compromisos adquiridos por España en la ya lejana Cumbre de la Tierra, celebrada en Río de Janeiro en 1992. Debido a las presiones ejercidas por las organizaciones ecologistas, la Estrategia iba a revisarse y actualizarse en el año 2005, pero regresó al cajón donde duermen el sueño de los justos aquellos compromisos que se adquieren sin la menor intención de cumplirse. Para Ecologistas en Acción esto ha supuesto un retraso de diez años en las políticas de defensa de la naturaleza, con el consiguiente impacto en cadena para las administraciones autonómicas y locales.
El único avance importante que se ha producido en este amplio periodo de tiempo fue la aprobación de la Ley de Patrimonio Natural y de la Biodiversidad, uno de los últimos logros de Cristina Narbona antes de ser relevada de su puesto. Pero, como bien recalcan desde Ecologistas en Acción, tras ser aprobada “se viene acumulando un importante retraso en su aplicación, especialmente en la elaboración del Plan estratégico nacional del patrimonio natural y la biodiversidad, heredero directo de la ninguneada Estrategia Española de Biodiversidad. Por poner un ejemplo, hasta el año 2005 sólo se habían aprobado once estrategias de conservación de los 160 taxones incluidos en el Catálogo nacional de especies amenazadas con la categoría de “En peligro de extinción”. Y desde entonces hasta el año pasado únicamente se habían aprobado otras cuatro estrategias más. Lo peor de todo es que ni siquiera se están aplicando.
Quedan dos años para que termine el plazo establecido en la Cumbre de Gotemburgo por todos los jefes de gobierno para frenar la pérdida de biodiversidad, lo que se ha venido a llamar Cuenta Atrás 2010. Pero tanto en España como en el resto de Europa los deberes siguen sin hacer.
El pasado 9 de junio, el Boletín Oficial de Canarias publicó la Ley 4/2010, de 4 de junio, del Catálogo Canario de Especies Protegidas. Con el pretexto de la conservación de la biodiversidad, esta ley pretende saltarse el último gran obstáculo que impide dar luz verde a la ejecución del proyecto más polémico de toda la historia de Canarias: el puerto industrial de Granadilla. Esta relación Puerto-Ley ha sido reconocida por los propios parlamentarios que aprobaron el texto legal. De hecho, pocos días después la Autoridad Portuaria de Santa Cruz de Tenerife solicitó al Tribunal Superior de Justicia de Canarias (TSJC) que levantara la suspensión cautelar a una Orden del Gobierno de Canarias que excluía del catálogo de especies protegidas los sebadales afectados por la construcción del puerto. Sin perder tiempo, también alertó a la Unión Temporal de Empresas adjudicataria del proyecto para que reanudara los trabajos. Todo encaja perfectamente, como ya habíamos vaticinado en el editorial de julio (Quercus, 293, pág. 5). La seba, una planta marina insignificante, no podía ser un impedimento legal para esta obra faraónica e inútil. Como el progreso y la codicia exigen reiniciar cuanto antes las obras del puerto, lo más sencillo ha sido modificar el Catálogo canario de especies protegidas de modo que la seba pierda su categoría de “sensible a la alteración de su hábitat” y se incorpore a otra nueva y fantasmagórica que ha venido en llamarse “de interés para los ecosistemas canarios”. Tal y como la polémica ley reconoce, la categoría “de interés para los ecosistemas canarios” excluye a las especies amenazadas y, por lo tanto, no es un impedimento para la construcción del puerto. Por fortuna, al cierre de este número de la revista, el TSJC se mantuvo firme en su decisión, confirmó que la suspensión cautelar sigue vigente y que si la autoridad portuaria decide saltársela “tendrá que atenerse a las consecuencias”. Mientras tanto, el Ministerio de Medio Ambiente y Medio Rural y Marino, muy pendiente de los apoyos políticos en el Parlamento Español, desoja la margarita de un posible recurso de inconstitucionalidad contra la ley del nuevo catálogo canario.
Para Ben Magec-Ecologistas en Acción, la organización que más se ha destacado en la defensa de los sebadales, el empecinamiento del Partido Popular y Coalición Canaria por sacar adelante este absurdo complejo portuario “responde a la prepotencia de no digerir que los movimientos ciudadanos tienen razón y, aún a sabiendas de que el proyecto es ilegal y nunca se terminará, prefieren destrozar la zona antes que dar su brazo a torcer.” Un triste y elocuente ejemplo del orden de prioridades que bulle en la mente de nuestros políticos. Lo primero, ese “poner en valor” que puede traducirse por buscar beneficios en cualquier parte y a costa de lo que sea. Todo bien almibarado de puestos de trabajo, oportunidades de negocio y demás cantos de sirena. Luego, la aritmética parlamentaria ante un Gobierno en minoría: si no tragas con el puerto no te apoyo en los presupuestos. Después vendría el clientelismo ante las grandes empresas, la complicidad con el sector más rancio de sus votantes y, si hace falta, un poquito de compromiso social, para disimular. A partir de ahí se abre un abismo insondable y a continuación, difuminado por la distancia, el medio ambiente, la conservación de la naturaleza y todas esas zarandajas.
El único capaz de dejar en la cuneta obras descomunales, en general inútiles y de fuerte impacto ambiental es el propio Don Dinero. Véase, si no, el millonario recorte presupuestario al que se ha visto obligado el ministro de Fomento, José Blanco, por culpa de la crisis económica. Con dinero o sin dinero, la conservación de la naturaleza sigue en el furgón de cola, atenta a las migajas que caen de otros ministerios. Todo lo demás es floritura verbal y demagogia. Mientras los hechos, que son muy tozudos, no demuestren lo contrario.
Doñana acaba de cumplir treinta años como Reserva de la Biosfera y el aniversario invita a hacer balance. ¿Ha beneficiado esta figura de protección internacional al más famoso de nuestros espacios protegidos? Parece que poco o nada. Otros ejemplos parecen confirmar el diagnóstico: Daimiel en particular, y La Mancha Húmeda en general, son también una Reserva de la Biosfera y van de mal en peor. Hace poco el Financial Times publicó la noticia de que Lanzarote podía perder dicho estatus debido a los desmanes urbanísticos, extremo que se apresuraron a desmentir el Cabildo Insular, el Ministerio de Medio Ambiente y Medio Rural y Marino y hasta la propia Unesco, que es el organismo encargado de designar estas reservas dentro de su programa El Hombre y la Biosfera (MaB). Al socaire de la polémica, el director de la Estación Biológica de Doñana, Fernando Hiraldo, reconoció no saber “hasta qué punto esta etiqueta ha repercutido de forma directa en la conservación” del parque nacional y su entorno.
Pero el problema no radica tanto en la declaración de una Reserva de la Biosfera como tal, sino en el cumplimiento de los criterios que la inspiran. Carentes de contenido y de presupuesto, las reservas, al menos en nuestro país, no pasan de ser meras declaraciones formales. No hay fondos económicos, como también denunciaba Hiraldo, ni ganas de explorar todas las posibilidades que ofrecen estas figuras. Así que el hecho de que un espacio se convierta en Reserva de la Biosfera viene a ser como tener un tío en Alcalá. Ni fu, ni fa.
Ecologistas en Acción, SEO BirdLife y WWF España han hecho pública una lista con todas las carencias de Doñana como Reserva de la Biosfera. No tiene una delimitación ni una zonificación adecuada, tampoco plan ni comité de gestión y menos aún ha desarrollado un proceso de planificación participativo. Vamos, que no funciona como una Reserva de la Biosfera. Para que así fuera, debería seguir las tres directivas básicas marcadas por la Unesco: conservación de los valores naturales, formas de explotación sostenibles e impulso a la investigación, la educación y la formación. Cualquiera que conozca Doñana sabe que nada de esto se hace al amparo del Programa MaB.
Las tres organizaciones ecologistas abogan por ampliar los límites de la Reserva de la Biosfera para que coincidan con los del Plan de Ordenación Territorial del Ámbito de Doñana. El parque nacional quedaría como zona núcleo y el espacio natural actuaría como una barrera contra las agresiones externas. Como afirman en un comunicado conjunto, “no tiene sentido que en Doñana se sigan planteando proyectos como el desdoblamiento de carreteras, la construcción de oleoductos y gasoductos, el dragado del Guadalquivir o un trasvase desde el Guadiana”. Y, sobre todo, “que se mantenga la sensación de impunidad en el uso ilegal del suelo y el agua”. Los regadíos ha acabado ya prácticamente con Daimiel y en el entorno de Doñana proliferan los cultivos ilegales de fresón, muy exigentes en agua. Resolver estos conflictos es precisamente lo que debería dar sentido a una Reserva de la Biosfera.
Técnicos del Ministerio de Agricultura, Alimentación y –por raro que suene– Medio Ambiente estaban trabajando, al cierre de este número de Quercus, en el borrador de un nuevo real decreto que regulará el catálogo de especies exóticas invasoras. Dicho así, parece una noticia positiva, no en vano tanto la Comisión Europea como las Naciones Unidas abogan por abordar el problema con estrategias preventivas y sobre la base de una rápida detección y erradicación de la especie implicada.
Con la que está cayendo y comparada con las cifras del paro o las secuelas de la burbuja inmobiliaria, la privatización de los Montes de Utilidad Pública quizá parezca un asunto menor. Pero no lo es. Responde, más bien, a la misma doctrina que con tanta unción profesa la legión de abogados que han asumido la administración pública, es decir, el liberalismo económico a ultranza. Ante este dogma, no hay criterio racional que se oponga. Asumido como profesión de fe, una fe basada en el lucro a corto plazo, los criterios científicos son considerados anatema. Aunque, bien pensado, tampoco parece que tengan mucho peso las razones históricas y sociales. Es un episodio repetido a lo largo de la historia, un grupo se erige en detentador de la verdad y asume como destino imponerla al resto de sus coetáneos. Una estrategia que, con frecuencia, no sólo conviene a su ideario, sino también a sus múltiples asuntos terrenales.
Dos sindicatos agrarios, UPA y COAG, han lanzado una campaña para declarar la provincia de Ávila “libre de lobos”. ¿Libre? Escasa libertad para cualquier abulense que no sea un ganadero de convicciones medievales. Aunque justo es reconocer que la iniciativa está respaldada por la Diputación Provincial y casi un centenar de alcaldes. Por su parte, la organización Lobo Marley ha entregado 142.000 firmas en el Ministerio de Agricultura, Alimentación y (no siempre) Medio Ambiente en apoyo de la especie y para frenar los intentos de promover su extinción en Ávila. A todo esto, hay una legislación ambiental que nadie parece tomarse en serio: el lobo no está catalogado como especie cinegética al sur del Duero.
Cuando estaba a punto de cumplir 32 años de edad, el próximo mes de diciembre, algunos cambios han venido a reorganizar la trastienda de Quercus. Los actuales integrantes de su redacción, Rafael Serra, José Antonio Montero y Miguel Miralles, han llegado a un acuerdo con Editorial América Ibérica para hacerse cargo de la revista, que inicia así una nueva etapa dentro de su ya dilatada trayectoria. La casualidad ha querido que coincidiera con el número 333, aunque las negociaciones se remontan al verano pasado. Para dotarla de un soporte adecuado, los nuevos propietarios han constituido una sociedad denominada Drosophila Ediciones, que será quien publique Quercus a partir de ahora, de forma totalmente independiente de cualquier grupo empresarial.
En este número de Quercus contamos cómo el oso cantábrico, tras haberse colocado al borde de la extinción hace unos veinte años, se va recuperando. Por esas mismas fechas, estaban también a punto de sucumbir los otros dos grandes emblemas de nuestra fauna: el lince ibérico y el águila imperial. Por suerte, la veintena de cachorros del primero que han salido adelante este año en los centros de cría en cautividad de El Acebuche (Doñana) y La Olivilla (Jaén), así como las 250 parejas de la segunda que criaron con éxito en libertad en 2008, son argumentos de peso para que seamos optimistas.
En el contexto del cambio positivo de actitud de la sociedad española con respecto a nuestra biodiversidad, el Gobierno central y las comunidades autónomas han tenido la oportunidad de administrar durante estos veinte años un flujo excepcional de subvenciones para las especies amenazadas, procedente de los fondos Life y otras fuentes de financiación de la Unión Europea (UE), como las ayudas agroambientales.
Además, las administraciones no han estado solas. Ejemplo de ello son los incontables convenios con ONG y universidades, las alianzas con el mundo de la empresa y la banca a través de fundaciones y obras sociales o las colaboraciones con propietarios de fincas y otros colectivos del mundo rural, plasmadas en novedosos proyectos de custodia del territorio.
Casi podríamos decir que, con las condiciones y oportunidades que se han dado, los logros con nuestra fauna y flora más vulnerable son lo mínimo que se podía haber hecho. Y, por supuesto, estos éxitos no deberían ser una invitación al conformismo. Estamos en un momento crucial para consolidar lo ya obtenido y dar un salto cualitativo o, por el contrario, que el fruto de tantos años de esfuerzos se pierda. En otras palabras, si los osos cantábricos no encuentran pasillos naturales para conectar y ampliar sus poblaciones, si los linces criados en cautividad no cuentan con buenos hábitats allí donde se reintroduzcan o si la amenaza del veneno y de los tendidos eléctricos sigue gravitando sobre las águilas imperiales, de poco nos servirán esos resultados que ahora exhibimos con orgullo.
En los actuales tiempos de crisis, la biodiversidad es como ese amigo que cae bien a todos, pero que todos echan a un lado cuando las cosas se ponen feas, ignorando que él tiene en buena parte la llave para abrir la puerta a las soluciones. Es un secreto a voces que la UE no va a poder cumplir el objetivo tan publicitado de frenar la pérdida de biodiversidad en territorio comunitario para 2010. Cuando en 2001 los jefes de Gobierno de los estados miembros se comprometieron a ello, contaban con las herramientas legislativas y financieras para haberlo lograrlo. Pero a pocos meses de que se cumpla el plazo, ya sabemos que el fracaso será sonado.
En España, la aprobación a finales de 2007 de la Ley de Conservación del Patrimonio Natural y la Biodiversidad levantó muchas expectativas. Año y medio después, apenas se han registrado avances, especialmente en lo que se refiere a especies amenazadas, y casi todo lo que hay que hacer sigue siendo eso, un bonito papel. No seamos tan ingenuos de creer que nuestros osos, linces y águilas imperiales ya se han salvado. Precisamente ahora, cuando las posibilidades de que sus poblaciones se recuperen son mayores que nunca, sería imperdonable bajar los brazos.
Al lado de los grandes problemas ambientales de nuestro tiempo, el trasiego de especies animales y vegetales parece un asunto menor, pero algunas cifras demuestran claramente lo contrario.
No quisiéramos pecar de agoreros, pero en el artículo editorial del pasado mes de agosto, titulado “Monopoly playero”, ya adelantamos nuestras sospechas sobre el futuro de El Algarrobico, un hotel construido en terrenos del Parque Natural Cabo de Gata (Almería) con absoluto desprecio de la legislación vigente. En aquella ocasión decíamos que serviría de muestra para calibrar el talante conservacionista de nuestras autoridades ambientales y las emplazábamos a resolver el siguiente dilema: ¿será demolido o se buscará un subterfugio para legalizarlo por la política de los hechos consumados? La anterior ministra de Medio Ambiente, Cristina Narbona, apostó por la demolición y con ello se jugó el cargo. La patata caliente cayó en manos de la actual ministra del ramo, Elena Espinosa, y ahora sabremos qué sectores pesan más en su cartera.
Todo esto viene a cuenta del revuelo que se ha formado a raíz de la modificación de la Ley de Costas, anunciada por el Gobierno. Bien es cierto que el principal objetivo de dicha ley, velar por el dominio público marítimo-terrestre, se ha saldado con un rotundo fracaso. Pero la reforma no va en el sentido de alcanzar ese propósito, sino en el de sancionar las miles de irregularidades urbanísticas que se han consentido desde 1988 y que han convertido a la Ley de Costas en papel mojado. Es un fracaso de la razón y la legalidad, al tiempo que un triunfo de la ambición, los trapicheos y el mangoneo. Si finalmente la ley se modifica, el mensaje subliminal no puede ser más claro: “construyan ustedes donde les dé la gana, incluso en suelo público catalogado, que ya buscaremos luego alguna artimaña para solucionarlo.” ¡Con qué distinto rigor se aplican según qué leyes en este país! La reforma legal no pretende ni siquiera prorrogar las concesiones hechas en su día a los propietarios de las construcciones ilegales, sino sancionarlas de tal forma que puedan entrar a formar parte del mercado inmobiliario. Es decir, lo que antes, una vez terminada la anterior concesión, estaba destinado a regresar al dominio público, ahora será prácticamente privatizado y objeto de transacción comercial. El delito queda impune y, encima, se premia al delincuente. En tales circunstancias, es comprensible que las organizaciones ecologistas hayan puesto el grito en el cielo. Como bien se ha apresurado a denunciar Juan Carlos del Olmo, secretario general de WWF España, “desde su creación, la Ley de Costas ha sufrido numerosas modificaciones para disminuir los mínimos de protección establecidos en 1988. Cada vez que ha habido un intento de aplicación estricta, como ha ocurrido con los deslindes de los últimos años, se promueve una reforma de este tipo que disminuye la protección del litoral.” Ecologistas en Acción va más lejos todavía y, tras tildar la reforma de “vaciado de la Ley de Costas”, critica el mecanismo de tramitación, a través de una enmienda a la Ley de Navegación que no necesita ser sometida al Consejo de Estado ni al Pleno del Congreso. Mientras tanto, Greenpeace se ha propuesto “hacer desaparecer” El Algarrobico con los únicos medios a su alcance: cubriéndolo púdicamente con una enorme tela de color verde.
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