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Junio - 2020    12 de septiembre de 2024

Editorial

Al lado de los grandes problemas ambientales de nuestro tiempo, el trasiego de especies animales y vegetales parece un asunto menor, pero algunas cifras demuestran claramente lo contrario.
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Corramos un tupido velo

No quisiéramos pecar de agoreros, pero en el artículo editorial del pasado mes de agosto, titulado “Monopoly playero”, ya adelantamos nuestras sospechas sobre el futuro de El Algarrobico, un hotel construido en terrenos del Parque Natural Cabo de Gata (Almería) con absoluto desprecio de la legislación vigente. En aquella ocasión decíamos que serviría de muestra para calibrar el talante conservacionista de nuestras autoridades ambientales y las emplazábamos a resolver el siguiente dilema: ¿será demolido o se buscará un subterfugio para legalizarlo por la política de los hechos consumados? La anterior ministra de Medio Ambiente, Cristina Narbona, apostó por la demolición y con ello se jugó el cargo. La patata caliente cayó en manos de la actual ministra del ramo, Elena Espinosa, y ahora sabremos qué sectores pesan más en su cartera.

Todo esto viene a cuenta del revuelo que se ha formado a raíz de la modificación de la Ley de Costas, anunciada por el Gobierno. Bien es cierto que el principal objetivo de dicha ley, velar por el dominio público marítimo-terrestre, se ha saldado con un rotundo fracaso. Pero la reforma no va en el sentido de alcanzar ese propósito, sino en el de sancionar las miles de irregularidades urbanísticas que se han consentido desde 1988 y que han convertido a la Ley de Costas en papel mojado. Es un fracaso de la razón y la legalidad, al tiempo que un triunfo de la ambición, los trapicheos y el mangoneo. Si finalmente la ley se modifica, el mensaje subliminal no puede ser más claro: “construyan ustedes donde les dé la gana, incluso en suelo público catalogado, que ya buscaremos luego alguna artimaña para solucionarlo.” ¡Con qué distinto rigor se aplican según qué leyes en este país!
La reforma legal no pretende ni siquiera prorrogar las concesiones hechas en su día a los propietarios de las construcciones ilegales, sino sancionarlas de tal forma que puedan entrar a formar parte del mercado inmobiliario. Es decir, lo que antes, una vez terminada la anterior concesión, estaba destinado a regresar al dominio público, ahora será prácticamente privatizado y objeto de transacción comercial. El delito queda impune y, encima, se premia al delincuente. En tales circunstancias, es comprensible que las organizaciones ecologistas hayan puesto el grito en el cielo. Como bien se ha apresurado a denunciar Juan Carlos del Olmo, secretario general de WWF España, “desde su creación, la Ley de Costas ha sufrido numerosas modificaciones para disminuir los mínimos de protección establecidos en 1988. Cada vez que ha habido un intento de aplicación estricta, como ha ocurrido con los deslindes de los últimos años, se promueve una reforma de este tipo que disminuye la protección del litoral.” Ecologistas en Acción va más lejos todavía y, tras tildar la reforma de “vaciado de la Ley de Costas”, critica el mecanismo de tramitación, a través de una enmienda a la Ley de Navegación que no necesita ser sometida al Consejo de Estado ni al Pleno del Congreso. Mientras tanto, Greenpeace se ha propuesto “hacer desaparecer” El Algarrobico con los únicos medios a su alcance: cubriéndolo púdicamente con una enorme tela de color verde.
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BRINDIS POR DOS ONG

Este número de Quercus viene con tres artículos sobre fauna necrófaga. Subyace en todos ellos la idea de que ante la falta de comida para nuestras especies carroñeras, derivada de la retirada sanitaria de cadáveres ganaderos, no es suficiente, o no siempre es la mejor opción, abrir grandes comederos artificiales, como se está haciendo en las estrictas condiciones que permite la legislación. Los expertos desconfían de que estos nuevos muladares “de conveniencia” puedan emular la complejidad de los procesos ecológicos asociados a las carroñas.

Por suerte, se ha abierto una puerta a que algunos restos ganaderos, bajo ciertas garantías sanitarias y en determinadas zonas, queden expuestos en el campo, sin la obligación de destruirlos o de depositarlos en un aséptico muladar. Debemos felicitarnos por que la Unión Europea haya incorporado esta posibilidad al proceso de reforma –que las instituciones comunitarias están a punto de culminar– del famoso reglamento 1774/2002 sobre Subproductos Animales No Destinados Al Consumo Humano (SANDACH).

Hace siete años, este reglamento marcó un antes y un después al imponer la obligación de retirar y eliminar el ganado muerto, privando de un recurso vital a la fauna silvestre, que ahora en cambio se verá beneficiada con la inminente modificación de la misma normativa. Esto hay que agradecérselo en buena parte a dos ONG españolas: SEO/BirdLife, como embajadora de las aves necrófagas, y el Fapas, que defendió a osos y lobos, más dependientes de las carroñas de lo que a menudo se cree.

En el momento clave de las negociaciones, estas asociaciones supieron vender sus reivindicaciones en los despachos de Bruselas. El apoyo de algunos funcionarios españoles concienciados y de políticos influyentes como la eurodiputada Rosa Miguélez facilitó las cosas. Pero lo más decisivo ha sido la intuición y dedicación de las personas que, representando a esas ONG, o colaborando con ellas, han trabajado en la sombra. Del derrotismo y la impotencia, al comprobar cómo demasiado a menudo decisiones tomadas por la lejana burocracia comunitaria no tenían en cuenta el valor o la peculiaridad de la biodiversidad ibérica, hemos pasado a ejercer de lobby para nada menos que orientar la legislación europea a favor de nuestras especies y hábitats.

Dicho esto, avisamos de que aún no está todo hecho. La Comisión Europea debe elaborar la normativa de desarrollo del nuevo reglamento, con el riesgo de que su peso conservacionista sea rebajado a última hora. Y se necesita que las comunidades autónomas, competentes para aplicarlo desde el mismo momento en el que se publique en el Diario Oficial de la Unión Europea, en un contexto muy condicionado por el enorme gasto público dedicado actualmente a la retirada y eliminación de restos ganaderos y todos los intereses creados en torno a ello, apuesten decididamente por favorecer a los animales necrófagos. Ya sólo por la función a menudo olvidada de ser los agentes sanitarios más baratos y eficaces del medio natural, creemos que es una responsabilidad ineludible.
Desde luego, es una magnífica noticia que se haya triplicado la población silvestre de lince ibérico en poco más de una década. Aunque no conviene echar demasiado pronto las campanas al vuelo, ya que la recuperación de una especie mundialmente amenazada supone un formidable desafío. De hecho, tenemos otro carnívoro sometido al mismo grado de amenaza y cuya salvación supondrá un reto aún mayor que la del propio lince ibérico. Se trata del visón europeo, una especie que depende en gran medida de lo que ocurra en sus poblaciones españolas, localizadas en el norte del país y con una relevancia muy significativa en el contexto de su precaria distribución mundial.
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El hombre y el oso

Como ya sabrán todos los lectores de Quercus, el pasado 23 de octubre un cazador resultó atacado y levemente herido por una osa en el Pirineo catalán. A partir de entonces, no han cesado las peticiones desde distintos ámbitos para que se capture al animal y las consiguientes réplicas de los grupos ecologistas para que se regule la caza allí donde esta actividad comparte territorio con especies protegidas. Una polémica por lo demás estéril si nos atenemos a los hechos. La osa, conocida como Hvala, fue atosigada durante toda la mañana por los perros de los cazadores y es posible que estuviera acompañada de una cría. El acoso se saldó con un ataque sin consecuencias graves y a todas luces defensivo. Cualquiera que haya intentado observar a la fauna en su entorno natural sabe que la reacción habitual de los animales es la huida y de ahí que resulte difícil localizarlos, en especial a los mamíferos y más si son de gran tamaño. Podría decirse que para ser atacado por una osa hay que haber tenido una conducta temeraria.

El debate de fondo es otro. Cuando hablamos de amar y respetar la naturaleza, ¿a qué nos referimos exactamente? Es en casos como el protagonizado por la osa Hvala cuando quedan al aire todas las carencias de nuestra sociedad, por no decir su cinismo. Podemos sentirnos afortunados de que aún existan poblaciones de oso, o de lobo, en un país europeo e industrializado. Pero, por supuesto, las declaraciones de intenciones no bastan y, además, hay que saber convivir con especies que pueden causar problemas. Los daños del oso o del lobo deben ser reparados con prontitud y aceptar que, si queremos un entorno bien conservado, tenemos que asumir algunas molestias. Más problemas genera la vida en las ciudades, por no recurrir al tópico de los accidentes de tráfico, para que ahora nos rasguemos las vestiduras por un incidente aislado y anecdótico.

Hace ya bastantes años, en mayo de 1998, cuando Quercus iniciaba su etapa mensual, publicamos un artículo muy interesante de Pancho Purroy, Anthony Clevenger, Luis Costa y Mario Sáenz de Buruaga sobre la depredación de osos y lobos sobre el ganado y las especies de caza mayor en las montañas leonesas de Riaño. Dada su vigencia, ganas hemos tenido de publicarlo de nuevo dos décadas después. Una de sus conclusiones principales es que ni el oso ni el lobo viven por gusto en esos reductos montañosos, sino que los hemos acorralado allí a fuerza de cultivos, carreteras y construcciones. Basta con consultar algunos libros añejos para percatarse de que ambas especies habitaban hace pocos siglos en el centro peninsular. El lobo ha comenzado a reconquistar sus antiguos territorios, para disgusto de los mismos agoreros que ahora claman contra Hvala, mientras que el oso lo tiene más difícil. Pero se están dando los pasos necesarios para ello, con la oposición de un puñado de cavernícolas, y será de rigor ceder algo de terreno, aunque sea un poco, si de verdad queremos presumir de ser un país moderno y civilizado.
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CUARENTA AÑOS DESPUÉS

Un 15 de agosto de hace justo cuarenta años apareció en el BOE el primer decreto de creación del Parque Nacional de Doñana. “Aquella noche, la más larga de mi vida, la pasé explicando a mi mujer cuánto, desde aquellos lejanos días de 1952, había deseado que llegara ese día”, cuenta José Antonio Valverde en sus impagables Memorias de un biólogo heterodoxo.

Pocos años antes, el naturalista español que asumió la tarea ciclópea de hacer realidad su sueño de unas marismas del Guadalquivir protegidas, había sido testigo de excepción del nacimiento del WWF, fundación creada para apoyar económicamente la salvación de Doñana antes de convertirse en el símbolo planetario de la defensa de la vida silvestre amenazada.

Cuarenta años después de aquel BOE, la oficina española del WWF (conocida durante buena parte de su larga trayectoria como Adena, otras siglas históricas), ha presentado un informe que a buen seguro habría también desvelado a Valverde, pero esta vez no por la emoción de un sueño realizado, si no por la desilusión de todo lo contrario. Doñana no podrá sobrevivir si no consigue ver triplicada la cantidad de agua que recibe hoy en día (estimada en 75 hectómetros cúbicos al año), advierte el informe.

WWF España se basa en este documento para reclamar que se reduzcan a la mitad los cultivos del entorno del parque nacional que se riegan con aguas subterráneas (mayoritariamente fresón), a menudo obtenidas con pozos ilegales que deberían estar cerrados. Además, esta ONG exige que no se demoren más las actuaciones de restauración hidrológica a la que se comprometieron años atrás las administraciones en el famoso plan “Doñana 2005”, con el objetivo de que el río Guadiamar vuelva a inundar la marisma.

Cuarenta años después de aquel BOE, Doñana ha perdido el 80% del aporte natural de agua que tenía. En condiciones normales, los acuíferos descargaban en los arroyos y estos, a su vez, en la marisma. Sin embargo, los regadíos han bloqueado este flujo al robar el agua y hacer que Doñana muera lentamente de sed. Así lo indica la desaparición de buena parte de la vegetación que depende de estos aportes, por no hablar de la disminución de las poblaciones emblemáticas de especies muy ligadas al medio acuático, como el avetoro o la cerceta pardilla.

Otro espacio protegido ha sido aún más dañado por el robo de agua para el riego agrícola abusivo: las Tablas de Daimiel, antaño corazón vivo de la Mancha Húmeda y actualmente un remedo reseco y agonizante de aquel esplendor natural de antaño, hasta el punto de que únicamente la inercia histórica justifica que mantenga su largo currículo de títulos proteccionistas, empezando por el de parque nacional. Cuarenta años después de aquel BOE, Doñana corre hoy en día el peligro de convertirse en un nuevo Daimiel.
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UNA SENTENCIA DE ORO

A finales del pasado mes de julio, un juzgado de Ávila declaró nulas las autorizaciones para construir una gran urbanización, tal y como informamos en este número de Quercus (págs. 58 y 59). La zona elegida para los 7.500 chalets previstos, además de tres campos de golf y un hotel de lujo, es un pinar de alto valor ecológico en el término municipal de Villanueva de Gómez (Ávila) donde, entre otras rapaces, campea el águila imperial ibérica.

Felicitamos a SEO/BirdLife por el magnífico trabajo –a través de innumerables informes jurídicos, denuncias penales y recursos– que en los últimos años ha llevado a cabo la ONG para acreditar la importancia del bosque afectado, algo que nadie antes se había tomado la molestia de valorar, como lo demuestra el hecho de que los terrenos en cuestión llevaban más de veinte años recalificados como urbanizables.

Juan Carlos Atienza, coordinador de conservación de SEO/BirdLife, lo dice muy claro en Pluma y conservación, su más que recomendable blog: “Se trata de una sentencia que abre nuevas puertas y que deja claro que el hecho de que un suelo esté calificado como urbanizable no quiere decir que pueda construirse en él de cualquier manera”.

El interés de este pronunciamiento judicial se acrecienta más aún si tenemos en cuenta que las obras de la urbanización estaban bastante avanzadas, con muchos metros de viales ya asfaltados. Y lo que es más significativo, el pinar no goza de protección alguna, a pesar de merecerlo sobradamente. No olvidemos que, en un país como el nuestro, comprobamos demasiado a menudo cómo ni siquiera la declaración de un parque, reserva o cualquier otra figura legal proteccionista, impide que se lleven a cabo proyectos incompatibles con su vocación conservacionista (véase el caso de la estación de esquí de San Glorio en plena zona osera cantábrica).

Por eso, es una de las mejores noticias con las que nos hemos tropezado en los últimos tiempos el hecho de que un juez haya tenido en cuenta el valor intrínseco de un espacio natural, independiente de que haya sido protegido o no por la Administración de turno. Y además, que lo haya hecho con semejante contundencia, ya que la sentencia ordena demoler lo construido y restaurar lo destruido. En otras palabras, las calles trazadas entre los pinos tendrán que ser levantadas y habrá que reponer los miles y miles de árboles talados.

Se nos ocurren multitud de casos en los que el precedente de Villanueva de Gómez podría ser extrapolable por tratarse de espacios naturales sin protección legal sobre los que sin embargo gravitan proyectos destructivos que ponen en peligro valores naturales excepcionales. Un ejemplo son las obras del campo de golf que han empezado a arrasar el santuario de orquídeas de Son Bosc, en Mallorca, cercano pero fuera de los límites del Parque Natural de S’ Albufera. Nuestras últimas noticias son que la promotora del proyecto insiste en continuar con las obras, a pesar de que el Gobierno balear ha ordenado paralizarlas por estar tramitándose la incorporación de la finca afectada a una Zona de Especial Protección para las Aves (ZEPA). El asunto ha tenido una gran repercusión internacional y ha motivado ya varias oleadas de cartas de protesta de expertos y conservacionistas europeos alarmados ante un escándalo que se debe (y aún se puede) detener.
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El chantaje de los agricultores

De todos es sabido que la agricultura ha sido siempre un sector fuertemente intervenido. Claro que también lo están la ganadería, la minería, los carburantes… No deja de ser curioso que las actividades productivas con mayores consecuencias para el entorno natural sean también las más insostenibles. Es decir, las menos capaces de sostenerse por sí mismas. ¿Qué ha sido de los paladines del libre mercado?
Pero no se trata de cuestionar sacrosantos conceptos macroeconómicos, sino de echar un vistazo a la reforma de la Política Agraria Común, la célebre PAC, cuyas directrices hasta el año 2013 están diseñándose en estos momentos. También es sabido que si la renta rural no se aproxima a la renta urbana la reacción inmediata es el éxodo hacia las ciudades. Por más que nos parezca extraño este cambio entre lo natural y lo artificial, entre lo abierto y lo cerrado, los sociólogos tienen bien estudiado el fenómeno. Manda el dinero y la gente es capaz de abandonar vida, hacienda y terruño por un puñado de monedas, o por su nebulosa promesa. Así que los políticos que rigen nuestros destinos colectivos tratan de fijar a la población rural con ventajas económicas de todo tipo, aunque desvirtúen el mercado, entre las que se encuentran las contempladas en la PAC. Por eso no es extraño que, en estos tiempos de reflexión, tanto WWF España como SEO/BirdLife hayan pedido a la Comisión Europea una nueva PAC que se comprometa tanto con el medio ambiente como con los ciudadanos. Sobre todo si se tiene en cuenta que el sector agrario absorbe la mayor partida del presupuesto comunitario y extiende su influencia sobre el 80% del territorio.

Lo más importante es que esos beneficios que perciben agricultores y ganaderos queden sujetos a contrapartidas ambientales como uno de los objetivos específicos de la nueva PAC, incluida la gestión del agua, tan decisiva en nuestro país. De ser así, mal se presentaría el futuro para los delincuentes que excavan pozos ilegales en los aledaños de algunos espacios protegidos, o incluso dentro de ellos, como ocurre en Doñana o en las Tablas de Daimiel.

Otro dislate es que la mayor parte de las ayudas de la PAC vayan a parar a la agricultura intensiva, la que cuenta en teoría con mayores recursos y ejerce una mayor presión sobre el medio, mientras que las prácticas tradicionales y más sostenibles, como la ganadería extensiva o las fincas que han quedado integradas en la red europea Natura 2000, solamente reciben apoyos marginales.

Así que WWF España y SEO/BirdLife están cargados de razón cuando exigen al Ministerio de Medio Ambiente y Medio Rural y Marino que apoye las medidas que se están estudiando ahora para mejorar la sostenibilidad global de la agricultura europea. Es lo menos que cabe esperar de un ministerio que reune en su seno al medio ambiente, biodiversidad incluida, y a la agricultura. Además, y a diferencia de otros países vecinos, en España todavía hay muchos agricultores y ganaderos tradicionales que podrían beneficiarse de estas ayudas. El problema de fondo radica en que cada agricultor descontento es un voto que se pierde y, claro, ante semejante amenaza pierde peso la defensa del interés común, la reforma de la PAC, las instituciones europeas y hasta el liberalismo económico. Por no hablar de la biodiversidad.
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De Río a Río… y me lleva la corriente

Veinte años. Ya han pasado veinte años desde que en 1992 se celebrara la famosa Cumbre de la Tierra en Río de Janeiro. Los lectores más veteranos de Quercus recordarán que por aquel entonces dedicamos una sección periódica a desentrañar los preparativos y las conclusiones de tan magno evento. No volveremos a hacerlo, a pesar de que esté convocada una nueva Conferencia de Naciones Unidas sobre Desarrollo Sostenible en esa misma ciudad brasileña para el próximo mes de junio. La experiencia de estas dos décadas nos indica que no merece la pena. Como reza su enunciado, la que desde sus inicios se conoce como Río + 20 vuelve a centrar su interés en el concepto de desarrollo sostenible, pero desde la perspectiva de una economía verde. Si “desarrollo sostenible” ya era un término resbaladizo, que cada cual ha interpretado a su conveniencia, “economía verde” parece ser una patente de corso para pintar de ese color el ultraliberalismo económico que hoy domina el mundo globalizado. Lo que se pretende es un imposible: mantener el actual estado de cosas y arbitrar medidas en defensa de los recursos naturales que sostienen, directa o indirectamente, cualquier tipo de actividad económica, ya sea verde, blanca o negra.

De aquí a junio se hablará mucho de Río + 20, acudirán delegados de cientos de naciones, los medios de comunicación destacarán enviados especiales (si la crisis no lo impide), los debates serán largos e intensos, las conclusiones llenarán cientos de páginas (virtuales y reales) y de tanto esfuerzo surgirá un documento, ponderado, tibio y repleto de buenas intenciones, que absolutamente nadie cuenta con que tenga alguna relevancia práctica. Carpetazo y a esperar a Río + 40 para repetir la pantomima. Seguro que nuestras autoridades ambientales se mueven como pez en el agua en estas reuniones tan glamurosas, mediáticas y vacías de contenido.

La realidad, en cambio, es bien tozuda. El planeta está habitado por 7.000 millones de seres humanos y se espera que sean 9.000 millones en el año 2050. Los recursos seguirán siendo los mismos, pero las necesidades de esa creciente población irán en aumento. Somos una especie insaciable y, en términos estrictamente biológicos, nuestro papel podría equipararse al
de una plaga. El Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF) ha calculado que, para ese año 2050, la humanidad necesitará tres planetas Tierra para cubrir sus demandas energéticas y alimentarias. Aquí es donde entra en escena la economía verde, capaz
de atender tales necesidades por el camino de la intensificación, es decir, los cultivos transgénicos y los biocombustibles. Otro problema será cómo repartir esos bienes, cada vez más apetecidos, entre un mayor número de pretendientes. No hace falta ser muy avispado para vaticinar tensiones y desequilibrios en los años venideros. Aparte de que eso de vivir por encima de nuestras posibilidades no parece un defecto exclusivo del españolito medio, sino una aspiración legítima de cualquier hijo de vecino.
¿Un panorama sombrío? Pues sí. ¿Resignación? En absoluto. Como han dicho las ONG ambientales en innumerables ocasiones, como si clamaran en el desierto, otro mundo es posible. Pero es preciso vencer tales inercias que el cambio se vislumbra revolucionario. Lo que ya no es de recibo es que la orquesta siga tocando mientras se hunde el Titanic y la conferencia de Río + 20 es como la octava sinfonía de Mahler, conocida entre los melómanos como “la de los mil” debido a la enorme cantidad de músicos y cantantes que hay que reunir para interpretarla.
El dato es escalofriante: 633 rinocerontes fueron abatidos ilegalmente en Suráfrica a lo largo del año 2012, según fuentes gubernamentales. De ellos, 395 murieron en el Parque Nacional Kruger, es decir, más de un 62%. También es cierto que todas las detenciones de cazadores furtivos, hasta un total de 67, tuvieron lugar dentro de ese mismo espacio protegido, de resonancias míticas para los amantes de la fauna silvestre. Las cifras son todavía peores si se comparan con las de años precedentes: 333 rinocerontes en 2010 y 448 en 2011, 146 y 252 de los cuales fueron cazados en Kruger. En otras palabras, los furtivos son cada vez más eficaces y las poblaciones afectadas están sufriendo una presión muy por encima de lo tolerable.
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