Junio - 2020 9 de mayo de 2025
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Molestas trabas ambientales y arqueológicas
Años después de que los grupos ecologistas empezaran a dar la voz de alarma sobre los peligros ambientales que entraña la especulación urbanística desaforada, sobre todo en las costas del Mediterráneo, por fin empiezan a exigirse responsabilidades a los promotores de tantos y tantos desaguisados. Todo el mundo ha oído hablar ya de Marbella, El Algarrobico, Las Navas del Marqués y Andratx, lugares bien aireados por los medios de comunicación, pero hay otros muchos pendientes de aflorar. Tanta urbanización con campo de golf no podía ser buena, ni siquiera legal. Pocos alcaldes de este país han resistido la tentación de obtener ingresos municipales –y, a veces, no tan municipales– por la vía de la recalificación de terrenos y la concesión de licencias de obras. Animados incluso por ese afán tan nuestro de superar como sea a los del pueblo de al lado. La cosa ha llegado a tal extremo, que las principales empresas constructoras españolas empiezan a considerar agotado el mercado español y han puestos sus ojos en el vecino Marruecos. El tsunami de ladrillos y cemento ha cambiado de rumbo y, arrasada la orilla norte, se dirige ahora hacia la orilla sur.
La fuerza que impulsa al tsunami urbanizador es, cómo no, el dinero. En particular, la ganancia fácil, el pelotazo. Las trabas puestas a su avance son fáciles de soslayar y también de desautorizar como contrarias al progreso, al desarrollo económico. Pero vivimos en una sociedad civilizada y es preciso apaciguar ciertos escrúpulos bienintencionados que, lejos de aportar un argumento valioso al proceso, han terminado por convertirse en un trámite molesto. Los estudios de impacto ambiental son, sin lugar a dudas, uno de ellos. En su inmensa mayoría se resuelven a favor del beneficiario de las obras, que debe pagar un peaje en forma de contrapartidas ambientales. Ya se encargará él de repartir las cargas entre los futuros compradores, lo que también contribuye a encarecer la vivienda.
Esto lo conocemos bien. Pero hay otro colectivo molesto que también pone trabas al libre albedrío de la obra pública o privada. No es tan conocido como el de los ecologistas, pero persigue fines similares: se trata de los arqueólogos. Si biólogos y ecologistas tratan de salvar el patrimonio natural, los arqueólogos intentan hacer lo mismo con el patrimonio histórico. ¿Hay algo más aberrante que unas obras, a todas luces de interés general, queden interrumpidas por unos árboles que pueden trasplantarse a cualquier otro sitio o unas ruinas que estarían mejor sepultadas en un museo? En estos casos, el interés de los promotores es solventar cuanto antes el expediente, pagar la factura y, con todos los papeles en regla, seguir contribuyendo a la boyante economía española. He ahí la prioridad de nuestra sociedad, cada vez menos inclinada, no ya a respetar, sino a defender sus bienes naturales y culturales.
Buen ejemplo de todo lo anterior es el caso de la Vega Baja de Toledo, donde está previsto construir 1.300 viviendas, eso sí, sobre restos de la antigua capital visigoda datados en los siglos VI y VII. Hay varios empresarios urbanísticos implicados en el proyecto y todos están obligados a presentar un estudio arqueológico. Vamos, algo así como un informe de impacto ambiental. Mientras empiezan o no las excavaciones, ya se habla de una “lógica compatibilidad entre restos y desarrollo urbano”. ¿Alguien se atreve a apostar sobre el destino de la Vega Baja?
Desertificación: una asignatura pendiente
Como otros eventos similares, el Año Internacional de los Desiertos y la Desertificación ha pasado sin pena ni gloria. Al menos, en nuestro país. ¿Quién se acuerda ahora de que la Organización de las Naciones Unidas decidiera destacar el 2006 de forma tan señalada? O, lo que es peor, ¿sirven para algo los años internacionales de cualquier cosa? En vista del éxito, podría suponerse que hablamos de un problema que no nos afecta directamente, pero nada hay más lejos de la realidad: 160.000 kilómetros cuadrados del territorio español, el 31’5% de su superficie, está gravemente afectado por la desertificación. Casi un tercio, que se dice pronto. Ningún otro país europeo arroja cifras tan alarmantes. En cualquier caso, la situación no es mejor en el resto del mundo, donde, según datos de la FAO, hay entre 3.500 y 4.000 millones de hectáreas afectadas, se deterioran entre 3’5 y 4 millones más al año y 1.000 millones de personas ven comprometida su subsistencia por este fenómeno de dimensiones globales. Uno más.
Precisamente para combatirlo, en el año 1996 entró en vigor la Convención Internacional de Lucha contra la Desertificación y España solicitó en su día ser la anfitriona de la octava conferencia de las partes (COP-8), que tendrá lugar a lo largo de 2007. Por supuesto, con los deberes sin hacer. La Asamblea General de las Naciones Unidas invitó a los estados miembros a establecer comités nacionales para celebrar el año internacional como se merecía y, aparte de hacer oídos sordos al llamamiento, nuestro país ni siquiera ha aprobado el tan demandado Plan de Lucha contra la Desertificación, un documento que lleva años atrapado en un interminable trámite administrativo. Como si planes, estrategias, programas y demás fórmulas literarias se cumplieran luego a rajatabla.
No es de extrañar que Ecologistas en Acción haya exigido “a todas las Administraciones competentes, especialmente a los ministerios de Medio Ambiente y Agricultura, así como a las administraciones autonómicas y locales, que se impliquen en la adopción de medidas concretas y eficaces para frenar los procesos de desertificación existentes en el Estado español.” Y, por supuesto, ha solicitado también la creación de un comité organizador de la COP-8 en el que estén presentes las organizaciones ecologistas. Desde luego, sería una forma de que participara alguien realmente interesado en buscar soluciones.
Estamos, en efecto, ante una oportunidad que no podemos dejar que pase de largo. Es el mejor momento para tomar conciencia de que la desertificación es uno de los principales problemas ambientales de nuestro país e impulsar campañas de sensibilización entre los ciudadanos. De ahí que Ecologistas en Acción trate de involucrar también a las administraciones autonómicas y locales, pues, una vez transferidas las competencias ambientales, ellas son las únicas que tienen capacidad real de hacer algo práctico sobre el terreno. Pero ya veremos en qué queda todo, habida cuenta que este es un año marcado por la reforma de estatutos y por elecciones en varias comunidades autónomas. Por su parte, el Ministerio de Medio Ambiente no puede esquivar de nuevo sus obligaciones como órgano encargado de establecer unas líneas directrices básicas y de coordinar las iniciativas que puedan adoptar finalmente los gobiernos regionales. Si es que adoptan alguna.
Tras casi medio año como ministra de Medio Ambiente, Cristina Narbona pensó que era el momento de dar a conocer sus planes al gremio de los periodistas ambientales, la mayoría adscritos hoy en día a la asociación profesional APIA. Para ello, nos convocó el pasado 13 de septiembre a un desayuno de trabajo en su ministerio. Durante el encuentro, de casi dos horas, la ministra quiso convencernos de que está decidida a hacer las cosas mejor que sus antecesores en el cargo. Más le vale, dada la enorme magnitud de los retos a los que se enfrenta.
Narbona se dedicó a repasar lo que van a ser sus tareas, de las que destacamos algunas: cumplimiento de las obligaciones del Protocolo de Kioto y apuesta por las energías alternativas, giro radical en la política de aguas y modernización de las confederaciones hidrográficas, más límites legales sobre cambios de uso del suelo en zonas incenciadas, no a las obras públicas que destruyan el litoral y sí a una ley de responsabilidad civil que garantice la restauración de los impactos ambientales causados.
Por falta de tiempo, o quizás cuestión de prioridades, la ministra no fue tan explícita en lo que se refiere a conservación de la naturaleza. Dio, eso sí, un par de pistas interesantes, como la de que iba a preocuparse más de mejorar la gestión compartida entre Estado y comunidades autónomas para los parques nacionales, modelo por el que apuesta decididamente, y no tanto de ampliar la red de estas áreas protegidas. También anunció que rescatará del olvido la Estrategia Española de Biodiversidad, para actualizarla y presentarla al Consejo de Ministros, con vistas a que sea aprobada como Dios manda y se convierta en algo más vinculante que una simple declaración de intenciones.
Hubo asuntos ineludibles por los que sin embargo pasó de puntillas o ni siquiera aludió, como el de los cebos envenenados, con una estrategia estatal en trámite, o el del impacto de los tendidos eléctricos, a la espera de un decreto desde hace años que no acaba de aprobarse. Al lince ibérico sólo se refirió cuando fue preguntada por ello, para venir a decir que la cosa iba por buen camino. Esperemos que así sea, ya que corre el riesgo de ser recordada como la ministra bajo cuyo mandato la salvación de nuestro pequeño tigre se convirtió en misión imposible.
Como bien reza el refrán, nunca se escarmienta en cabeza ajena. Y, lo que es peor, a veces ni siquiera en la propia. La naturaleza vuelve a proveernos de buenos ejemplos al respecto. Tras el maremoto del pasado 26 de diciembre, que se cobró 225.000 vidas y causó enormes daños materiales en las costas del Índico, ha podido comprobarse que sus efectos fueron menos devastadores allí donde se habían conservado algunas barreras naturales en buen estado, como arrecifes coralinos, praderas de vegetación submarina, manglares y humedales costeros. En las islas Maldivas, por ejemplo, sólo hubo que lamentar un centenar de víctimas, a pesar de ser casi llanas y estar muy cerca del epicentro, entre otras razones porque allí han conservado sus arrecifes coralinos como atractivo turístico. Sin embargo, el turismo de sol y playa, que causa graves transformaciones en los ecosistemas costeros, seguramente ha contribuido a incrementar los efectos del maremoto.
Otro factor a tener en cuenta es la cría industrial de langostinos, que se practica en granjas que roban terreno a los manglares, como destacamos en la sección de Internacional. Según el Mangrove Action Project, una organización no gubernamental estadounidense, aproximadamente la mitad de los manglares del mundo pueden darse ya por desaparecidos, con lo que se ha perdido un elemento vital para proteger la costa, reducir la erosión y evitar el depósito de sedimentos, todo lo cual influye en la pesca artesanal. Incluso la ONU ha recomendado iniciar reforestaciones con manglares como medida de protección frente al embate de las olas provocadas por tormentas y huracanes.
Todas estas enseñanzas pueden parecernos obvias cuando hacemos balance de una catástrofe natural. En particular si pilla lejos y afecta al sufrido Tercer Mundo. Pero en nuestro propio país también ocurren cosas similares, aunque a menor escala. ¿Cuántas veces se ha advertido del riesgo de avenidas en cuencas deforestadas o sometidas a obras de canalización? Al igual que en el sureste asiático, en este caso también se eliminan las barreras naturales que amortiguan la fuerza del agua, como bosques de ribera, meandros e isletas. Los ingenieros parecen ignorar que un río es mucho más que su cauce y los ayuntamientos conceden alegremente licencias de construcción en terrenos potencialmente peligrosos de las vegas fluviales, cuando no consienten ocupaciones ilegales del dominio público hidráulico.
Luego vienen las lamentaciones y no deja de resultar paradójico que se culpe a la naturaleza, previamente destruida, de unas desgracias que tienen otros responsables.
Ruth Muñiz y el águila arpía
En Quercus tenemos una heroína particular: se llama Ruth Muñiz y firma el artículo sobre el águila arpía que publicamos en las páginas 56-62. Si Ruth fuera inglesa o norteamericana, ya habría salido en la televisión y en las portadas de las revistas. Incluso podría haber protagonizado algún documental. Pero como es española y discreta, casi nadie ha reparado en ella. Sin embargo, tiene un mérito enorme.
Con su aspecto frágil y angelical, es capaz de pasarse meses aislada de la civilización. Penetra en las selvas más espesas de la Amazonia ecuatoriana, donde habitan las muy exigentes arpías, y se adapta a las costumbres de las comunidades indígenas. Vive entre los Cofán, navega en sus canoas, come lo mismo que ellos y se enfrenta a la vida con idéntica sabiduría. Si no fuera por sus anfitriones, estaría completamente sola. No dispone de un equipo de apoyo, sus medios son limitados y le cuesta trabajo conseguir dinero para seguir adelante. A cambio, cuenta con lo fundamental: no se arredra ante las dificultades y ama intensamente lo que hace. Por si fuera poco, fue nuestra corresponsal en Quito durante los recientes disturbios sociales, que presenció en primera fila.
Hay una pléyade de mujeres valerosas que han dedicado su vida a la conservación de la fauna. Todos conocemos a Jane Goodall, Diane Fossey y Biruté Galdikas, las célebres primatólogas cuya biografía ha quedado ya indisolublemente unida a la de chimpancés, gorilas de montaña y orangutanes. Ruth lleva camino de hacer lo mismo con el águila arpía, primero en Panamá y ahora en Ecuador, aunque ella no tenga a un Louis Leaky que le cubra las espaldas.
Como relata en su artículo, acaba de colocar el primer transmisor de radio vía satélite con GPS a un pollo de arpía. Así, como el que no quiere la cosa. A ella le parece lo más normal del mundo y prefiere concentrar su entusiasmo en la fauna amazónica y la convivencia con las comunidades locales. No da demasiada importancia a su proeza. Al revés, se considera una privilegiada. Es una chica tremenda, admirable.
En Quercus siempre hemos tratado de dar a conocer su trabajo e incluso sus peripecias personales. No hay problema en lo primero, pero a Ruth le cuesta realzar lo que hace y cómo lo hace. Entre sus virtudes, cuenta con esa modestia que distingue a las grandes mujeres.
Los que supieron decir no
Las costas españolas están de enhorabuena. También lo están nuestros espacios naturales protegidos. El pasado 10 de mayo, Manuel Chaves, presidente de la Junta de Andalucía, anunció que el enorme hotel construido al pie de la playa de El Algarrobico, dentro del Parque Natural Cabo de Gata-Níjar (Almería), iba a desaparecer y que la zona afectada se restauraría para devolverla a su estado original, es decir, como estaba antes de las obras. Esperamos más pronto que tarde el momento en el que las máquinas derriben el último tabique de este colosal monumento a la destrucción litoral de más de veinte plantas. Se habrá hecho entonces real el sueño de un pequeño grupo de personas que un día se plantaron, convencidos de que algo había que hacer.
A principios de marzo de 2005, la gente de Amigos del Parque Natural Cabo de Gata, que ha aglutinado buena parte de esta oposición ciudadana, invitó a Quercus a visitar la zona. Por aquel entonces, el caso de El Algarrobico apenas era conocido. Frente a la mole del hotel, ya bastante avanzado, nos contaron con cierto derrotismo que llevaban años tratando de frenar la invasión urbanística del tramo más bello y singular del Mediterráneo español.
Seguramente ni ellos mismos preveían la repercusión que obtendría su protesta en los meses siguientes. Los acontecimientos se precipitaron cuando Greenpeace asumió sus reivindicaciones y en noviembre ocupó el hotel durante tres días y dos noches para pedir la demolición. La acción terminó cuando el Ministerio de Medio Ambiente reconoció que el edificio era ilegal por ocupar la zona de servidumbre de protección de costas. Luego vino la resolución judicial que ordenó parar las obras y la apertura de un expediente de infracción contra España por parte de la Comisión Europea, mientras la Junta de Andalucía, con ineludibles competencias urbanísticas y ambientales en el caso, se veía cada día más presionada a asumir sus responsabilidades. Algo a lo que finalmente ha accedido al decidir ejercer el derecho de retracto para hacerse con la propiedad de los terrenos afectados y poder así echar abajo el hotel.
No sólo se ha salvado una playa protegida, bellísima por cierto. El Algarrobico es un serio aviso para otros desmanes urbanísticos en el interior de los espacios protegidos o su área de influencia. Sin salirnos del cabo de Gata, ahí están por ejemplo los casos aún no resueltos de la urbanización Marina de Agua Amarga o del hotel de la playa de La Fabriquilla. En este mismo número de Quercus (págs. 68 y 69) alertamos sobre la amenaza que se cierne sobre la sierra litoral de Escalona (Alicante), seleccionada para su incorporación a la red europea Natura 2000.
Para hacer justicia, El Algarrobico tendría que recordarse a partir de ahora como el fruto de una ardua campaña ecologista que debiera ser todo un soplo de esperanza para quienes, de forma anónima y sacrificada, trabajan ahora mismo a escala local para impedir otras agresiones ambientales. No se ha podido hacer mejor homenaje a todos aquellos que, en su momento, supieron decir no.
Como todos los años por estas fechas, estaremos hartos de oír hablar de incendios forestales. Es el fenómeno recurrente del verano, alimentado por el calor y la sequía. Aunque las imágenes que vemos en televisión son siempre parecidas, hay muchos tipos de incendios. Eso sí, todos de consecuencias funestas. El fuego puede ser espontáneo, inevitable en el entorno mediterráneo, como queda patente en las especies vegetales que han desarrollado defensas contra las llamas o incluso se aprovechan de ellas para prosperar. Pero también es un campo de batalla en el que se dirimen no pocos conflictos rurales. Llegado el caso, el fuego puede convertirse en un aliado para agricultores y ganaderos, gestores de cotos de caza, promotores urbanísticos, mayoristas madereros e incluso para los descontentos con su ayuntamiento, sus vecinos o sus familiares en el reparto de una herencia. El recurso al cerillazo ha sido una amenaza latente en nuestros montes desde tiempo inmemorial, incluso como despecho a las campañas ecologistas. Luego están los desprevenidos, los domingueros, los amantes de las barbacoas y de los fuegos de campamento. También el fumador empedernido y hasta los críos que, desde el Paleolítico, juegan a ser aprendices de brujos. Por no hablar de los cristales que actúan como lupas, las tormentas eléctricas, las malas combustiones y otras amenazas menos evidentes. En tales circunstancias, la ausencia de incendios puede considerarse como una entelequia. Con nuestras costumbres y nuestro clima, tenemos todos los números de la rifa.
Un aspecto decisivo que también favorece al fuego es la nefasta política forestal que se ha practicado en nuestro país desde hace décadas. Los bosques genuinos arden peor que los cultivos madereros y todo el mundo sabe que hay muchas más hectáreas de los segundos que de los primeros. Los medios de extinción también arrastran su polémica, pues a menudo son insuficientes, a veces sospechosos y en ocasiones detraen recursos para atender otras emergencias ambientales igualmente importantes.
En cualquier caso, ante esta avalancha de factores adversos, no conviene olvidar que también contamos con iniciativas valientes e ingeniosas, dignas de aplauso, como el reciente acuerdo entre ecologistas españoles y portugueses para colaborar en la lucha contra los incendios a ambos lados de la frontera. O el Projecte Guardabosc impulsado en Cataluña por la Federació d’Agrupacions de Defensa Forestal Penedès-Garraf con el apoyo de la fundación Territori i Paisatge, que busca aliados entre los herbívoros domésticos para reducir la carga de combustible. O los certificados de gestión sostenible concedidos por el Consejo de Administración Forestal (Forest Stewardship Council o FSC) a 12.000 hectáreas de montes públicos andaluces, muchas de las cuales pertenecen a los parques naturales de la Sierra Norte (Sevilla) y Los Alcornocales (Cádiz).
En resumen, los incendios forestales son un asunto complejo que no puede resolverse con medidas unilaterales. Sin embargo, mucho tendríamos ganado si nuestros montes estuvieran más cerca de la diversidad y del equilibrio ecológico que de la monotonía y del expolio forestal.
Avalancha de especies invasoras
En los últimos números de Quercus hemos dedicado mucha atención a las especies exóticas, tanto animales como vegetales, que han logrado aclimatarse a nuestras latitudes. En junio publicamos un bloque temático dedicado a siete plantas ajenas a nuestra flora; en julio destacamos el caso de Artemia franciscana, un pequeño crustáceo de las aguas salinas que amenaza con desplazar a nuestra fauna de artemias; en agosto nos ocupamos de la llegada del camarón oriental al estuario del Guadalquivir y en este mes de septiembre informamos sobre la primera cita en España del mosquito tigre, un insecto asiático potencialmente peligroso. Y la cosa no acaba aquí, para el mes de octubre prometemos hablar de Craspedacusta sowerbyi, una curiosa medusa de agua dulce encontrada en un embalse de Extremadura y que procede del río Yangtsé (China).
Hasta ahora, el problema de las especies invasoras sólo había preocupado cuando afectaba a sistemas insulares, algunos tan famosos como Hawai, Galápagos, Mauricio o Juan Fernández, la isla de Robinsón Crusoe, muchos de los cuales también han aparecido comentados en Quercus. Son, evidentemente, más frágiles que los continentes, pero también es cierto que su aislamiento y reducido tamaño facilita las labores de control y erradicación. Sin embargo, el fenómeno ha alcanzado ya dimensiones globales y puede incluirse entre los principales problemas que afectan al planeta en su conjunto, como la pérdida de biodiversidad y el cambio climático. Quizá sea la tercera cabeza de un mismo dragón –la desmesurada codicia humana– y un síntoma más de los frenéticos tiempos que nos han tocado vivir. En un mundo cada vez más interconectado y donde el trasiego de mercancías es constante, lo extraño sería que no se produjeran introducciones, intencionadas o no, de especies procedentes de lugares lejanos.
El problema de las especies exóticas es que compiten con las nativas y alteran la estructura funcional de los ecosistemas. Algunas son incapaces de adaptarse a las nuevas condiciones del entorno y perecen. Pero las que logran sobrevivir, suelen ser muy agresivas, pues se benefician de un espacio que carece de los mecanismos reguladores de su región de origen.
Además de los ya apuntados, en España tenemos varios casos claros de especies introducidas que compiten directamente con sus congéneres autóctonos. Uno de ellos es el del visón americano, que no solo desplaza al visón europeo allí donde ambos coinciden, sino que actúa como vector de la enfermedad aleutiana, para la que nuestra especie carece de defensas.
En la página 66 damos la buena noticia de que ha terminado con éxito nuestro primer intento de criar visones europeos en cautividad. Sin duda, un gran avance para la amenazada población occidental de esta especie, relegada a España y Francia. Pero la verdadera batalla del visón europeo se libra lejos de los centros de cría, en las cuencas fluviales donde su hábitat se encuentra en regresión y en la pugna que mantiene con el visón americano. No tenemos que viajar al trópico para presenciar los efectos devastadores de una especie introducida y ya es hora de que adoptemos las medidas necesarias para evitarlo. El argumento de que las especies se mueven libremente y siempre ha habido invasiones suena más a excusa interesada que a genuino interés por la biogeografía.
Las paradojas del agua en un año de sequía
El agua que derrocha la agricultura de regadío en España bastaría para abastecer a sus cuarenta millones de habitantes durante un año. Así lo afirma WWF/Adena tras analizar detenidamente el destino de nuestros recursos hídricos en estos tiempos marcados por la sequía. Incluso desglosa sus cuentas por sectores: los excedentes agrícolas consumen la misma cantidad de agua que 16 millones de personas, el riego innecesario del olivar se bebe el agua de otros 10 millones y, por último, la falta de ahorro en la modernización de los regadíos representa, contradictoriamente, el agua de los 14 millones restantes. Un escándalo.
No deja de ser chocante que el agua que podrían consumir 16 millones de habitantes se destine a una producción que no tiene cabida en el mercado. Según WWF/Adena, solamente cuatro cultivos –maíz, algodón, arroz y alfalfa– malgastan 1.000 hectómetros cúbicos al año en excedentes agrícolas. De hecho, la producción española de estos cuatro cultivos supera ampliamente la cuota establecida por la Política Agraria Común (PAC) de la Unión Europea.
Otros 621 hectómetros cúbicos de agua, que bastarían para garantizar el suministro a 10 millones de contribuyentes, se destinan cada año a regar de forma innecesaria los olivares de la cuenca del Guadalquivir, un cultivo tradicional de secano. Ahora bien, los olivareros los riegan para tener acceso a las subvenciones que concede el Ministerio de Agricultura como prima al aumento de la producción.
Tanto España como la Unión Europea subvencionan también la modernización de los regadíos, cuyo fin es ahorrar un 30% de agua. Sin embargo, cada día aumenta la superficie regada y se tiende a implantar cultivos que demandan una mayor cantidad de agua. El balance final es que la actual política de regadíos no ahorra ni un solo litro de agua. He aquí los 844 hectómetros cúbicos que podrían abastecer a los 14 millones restantes.
No hace falta ser un experto en finanzas para darse cuenta del despilfarro que supone mantener de forma artificial un sector económicamente ruinoso y socialmente minoritario. Si a estos gastos se añade el coste, también ambiental, de construir embalses y las subsiguientes obras secundarias de canalización y distribución, el resultado es sencillamente inadmisible. Los datos son aplastantes: invertimos el 80% de los recursos hídricos de este país, con sus correspondientes consecuencias ambientales, en satisfacer las demandas de la agricultura de regadío, un sector que sobrevive gracias a las subvenciones y que genera excedentes. Es difícil hacerlo peor.
Pero puede intentarse. WWF/Adena ha averiguado también que en España hay actualmente 276 campos de golf y otros 150 están en proyecto. Para mantenerse, cada uno de estos campos de golf necesita el agua equivalente al consumo anual de 15.000 personas. A efectos prácticos, un campo de golf viene a ser como un cultivo de regadío y, dada la afición a dicho deporte en nuestro país, este también parece un sector claramente destinado a la producción de excedentes.
El mensaje de WWF/Adena es clamoroso y Quercus lo hace suyo: urge revisar el Plan Nacional de Regadíos y corregir la política de subvenciones agrarias para, en todo caso, favorecer a los cultivos de secano.
Desdoblar igual a urbanizar
A veces, asuntos locales sirven para tomar el pulso al medio ambiente en mayúsculas y valorar la importancia que realmente le estamos dando, al margen de modas y declaraciones retóricas.
El pasado 18 de octubre, los cinco grandes del ecologismo en España (WWF/Adena, SEO/BirdLife, Greenpeace, Ecologistas en Acción y Amigos de la Tierra) dieron una rueda de prensa conjunta en Madrid para posicionarse contra la ampliación de la M-501. Aparentemente, demasiados espadas para lidiar con un tramo de vía comarcal (de Quijorna a Navas del Rey) que no llega a los veinte kilómetros. ¿A qué venía entonces tanto interés? No estamos hablando de una carretera cualquiera. Primero, porque cruza una ZEPA –es decir, un espacio protegido por la legislación de la Unión Europea– en el suroeste de la Comunidad de Madrid donde crían águilas imperiales, buitres negros y cigüeñas negras. Hasta hace pocos años uno de los reductos tradicionales de lince ibérico, mantiene hábitats con extensión y calidad suficiente para que en el futuro el felino pudiese recolonizarlo.
La amenaza ecológica que suponía desdoblar la M-501 para convertirla en una autovía era tal que, en abril de 1998, la Consejería de Medio Ambiente de Madrid declaraba el proyecto como ambientalmente inviable. Este pronunciamiento fue a posteriori respaldado por uno de los estudios de impacto de mayor calado realizados nunca en España, impulsado por el CSIC y llevado por medio centenar de científicos. Ante lo evidente, en noviembre de 2000 el presidente madrileño Alberto Ruiz Gallardón y sus consejeros dijeron no a la polémica obra.
Desde entonces, el asunto parecía más que zanjado. Pero el pasado verano ocurrió algo que ha llenado de estupor al mundo conservacionista. Esperanza Aguirre, nueva presidenta regional, resucitó el desdoblamiento de la M-501 al ser declarado de “Interés público”. Una argucia legal con la que se pretende obviar la negativa, adoptada cinco años atrás, del consejo de Gobierno de una comunidad autónoma a un proyecto destructor del medio ambiente. El inicio de las obras ha sido ya anunciado para febrero de 2006.
No existen precedentes en España de una jugada así. Pero si Aguirre se sale con la suya, a partir de ahora cualquier actuación desestimada hasta en las más altas instancias oficiales por su impacto ambiental podría en teoría aprobarse si satisface supuestas necesidades de máxima relevancia para los ciudadanos, entre las que una naturaleza bien conservada no merece figurar. En el caso que nos ocupa, el argumento mágico para hacer borrón y cuenta nueva ha sido la peligrosidad de la M-501.
Pero resulta que un informe presentado por el colectivo Sierra Oeste Desarrollo Sostenible, basado en datos de la Dirección General de Tráfico (Ministerio del Interior) y de la propia Comunidad de Madrid, demuestra que otro tramo de la misma carretera (de Alcorcón a Quijorna) que ya está desdoblado registra una mayor siniestralidad desde que se amplió.
En la rueda de prensa, Santiago Martín Barajas, eterno enfant terrible entre los ecologistas españoles, puso el dedo en la llaga al revelar que las obras en la M-501 responden en realidad a una gran operación urbanística: doce mil nuevas viviendas y varios campos de golf, sobre todo en municipios cercanos de la provincia de Ávila, cuyo acceso se verá facilitado desde Madrid por la carretera duplicada. Ante estas previsiones, ¿qué es lo que nos están contando?
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