Junio - 2020 14 de octubre de 2024
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En las costas gallegas aún se conservan algunas playas “de libro”, de esas que las urbanizaciones se han encargado de destrozar a lo largo de la fachada mediterránea. Más o menos, se ajustan al siguiente esquema: un humedal hacia el lado de tierra, una barrera de dunas intermedia y, finalmente, la playa. Vistas desde un altozano, son todo un ejemplo de dinámica litoral, un mundo cambiante y lleno de vida. Las playas del mediterráneo, salvo rarísimas excepciones, solamente conservan esta última franja y ni siquiera completa, pues las dos anteriores son las que se han visto usurpadas por el entramado urbano. Evidentemente, el acceso a las playas gallegas no es cómodo. Hace falta caminar una cierta distancia –a menudo cargados– y a veces incluso vadear a pie enjuto la zona que se inunda con las mareas vivas. Escollos menores que nunca han disuadido a los verdaderos amantes de la playa, pero que actúan como un freno para indecisos y domingueros.
El naufragio del Prestige, hace ya siete años, tuvo muchas consecuencias indeseadas, entre ellas un improvisado acceso a playas y escolleras para facilitar su limpieza. Buena parte de esas infraestructuras de emergencia se han consolidado después con fines turísticos. Y, lo que es peor, la actual crisis económica tiene visos de convertirse en una segunda marea negra. A mediados de noviembre, el Ministerio de Medio Ambiente y Medio Rural y Marino adjudicó 261.219 euros a, literalmente, “el proyecto de recuperación de la servidumbre de tránsito peatonal en el litoral de Carnota”, que traducido al román paladino significa construir nuevos accesos en una de esas soberbias playas gallegas. No son los primeros. Precisamente con cargo a las compensaciones del Prestige, ya se han venido ampliado aparcamientos y levantado pasarelas para facilitar la entrada a las playas de Carnota. Ahora, el famoso Plan E (Plan Español para el Estímulo de la Economía y el Empleo) vuelve a la carga y trata de compensar las pérdidas económicas con pérdidas ambientales. Lo más curioso del asunto es que todo se hace precisamente con el propósito de favorecer “la regeneración de la franja litoral”.
Cualquiera que conozca aquella zona sabe de sobra que la franja litoral no necesita regeneraciones si se mantiene un turismo tradicional de muy baja intensidad, como hasta ahora. También habrá podido comprobar que el pisoteo que se evita con las pasarelas no compensa la creciente avalancha de público y la aparición de especímenes antes desconocidos como la moto acuática y el kite-surf. Lo siguiente será el paseo marítimo y el chiringuito playero. La sensación es que estas bellísimas y muy poco frecuentadas playas gallegas han iniciado un camino, quizá sin retorno, hacia la banalización mediterránea. Sólo queda confiar en el efecto disuasorio de otros factores locales: la lluvia, el ventarrón y la baja temperatura de las aguas de baño.
Ahora bien, ¿no hay otra forma de reactivar la economía y favorecer el empleo que dilapidando capital natural? La receta se antoja rancia para el siglo XXI y, dadas las circunstancias, más valdría que se concedieran esas ayudas a fondo perdido. Así, mientras no florezcan ideas más sensatas en nuestros responsables políticos, al menos no desnudaremos un santo para vestir a otro.
De los muchos problemas ambientales que han venido a confluir en nuestra época, quizá el menos evidente sea el causado por el trasiego de especies exóticas. De hecho, es comprensible que la sociedad no llegue a percibirlo en toda su gravedad. Si algún animalito, sobre todo si resulta simpático, ha logrado “aclimatarse” lejos de su área de distribución original, ¿por qué esa saña en erradicarlo? Sin embargo, en cualquier informe o estrategia sobre el cambio global figura el impacto que causan en otros ecosistemas las especies exóticas e invasoras. En Quercus hemos publicado muchísimos ejemplos, así que no merece la pena extenderse en demostrarlo.
Es más, la actual Ley del Patrimonio Natural y la Biodiversidad contempla la elaboración de un Catálogo español de especies exóticas invasoras como herramienta estratégica para prevenir y mitigar sus efectos perniciosos. Dicho catálogo se encuentra actualmente en una fase avanzada de ejecución a cargo de especialistas del Ministerio de Medio Ambiente y Medio Rural y Marino, de ahí la importancia de que se haga con todas las garantías y de que prevalezcan los criterios científicos. El asunto es delicado, pues las especies allí recogidas pasarán a formar una lista negra contra la que redoblar los esfuerzos de control y erradicación. Por ejemplo, si se incluyera al visón americano, como parece de rigor, podría darse la paradoja de que cualquier artículo hecho con su piel se convirtiera en ilegal. Es muy difícil legislar en abstracto y respecto a un abanico tan amplio de organismos, que incluye desde algas microscópicas hasta grandes vertebrados.
Por eso la principal conclusión extraída de un reciente congreso es que se cuente con la colaboración de expertos en la materia para debatir y elaborar el mejor catálogo posible. El tercer Congreso Nacional sobre Especies Exóticas Invasoras tuvo lugar el pasado mes de noviembre en Zaragoza, organizado por el Grupo Especialista en Invasiones Biológicas y el Colegio Profesional de Biólogos de Aragón. Los más de doscientos expertos allí reunidos acordaron, tras cuatro días de intenso debate, “crear una plataforma de trabajo multidisciplinar, abierta y participativa, que se ofrece como interlocutor directo con el Ministerio de Medio Ambiente y Medio Rural y Marino para elaborar el Catálogo español de especies exóticas invasoras”. En estos momentos, previos al catálogo y al desarrollo normativo subsiguiente, la generosa oferta de colaboración se perfila, no sólo como algo muy a tener en cuenta, sino como un refuerzo ineludible. Nadie duda de la capacidad profesional de los técnicos ministeriales, que no pudieron asistir al congreso, pero ¿cómo rechazar una oferta de colaboración tan generosa, a cargo de doscientos científicos que trabajan activamente en estos temas dentro de nuestro país? Veremos ahora si cuaja o no esta nueva oportunidad para la participación social en materia tan sensible.
Como todo el mundo sabe, la tan esperada cumbre sobre el cambio climático celebrada en Copenhague el pasado mes de diciembre se ha saldado con un estrepitoso fracaso. Se veía venir. Es lo que pasa cuando se reúnen personas que no tienen ningún interés en resolver el asunto que les ha convocado. Luchar contra el cambio climático supone cuestionar el actual modelo de desarrollo y, claro, eso sí que no. Además, a esa desgana inicial hay que añadir otras cuestiones bien conocidas y de peso decisivo en los resultados. Por ejemplo, la escandalosa connivencia entre los dos países más contaminantes del mundo, Estados Unidos y China, obligados a ir de la mano en este y en otros muchos asuntos. Entre otras razones, porque Estados Unidos es un país muy endeudado y China su banquero. Así las cosas, el desenlace estaba cantado.
Una vez más, las triunfadoras han sido las organizaciones no gubernamentales, que han dado todo un ejemplo de solidaridad planetaria, capacidad movilizadora y sentido cívico. Correspondido de forma bastante grosera por los organizadores de la cumbre y las autoridades danesas. Era tanto el contraste entre lo que pasaba dentro y fuera del Bella Center que a los delegados debería caérsele la cara de vergüenza. Pero, si alguien ha salido triunfante de Copenhague, ese ha sido Juan López de Uralde, Juancho, el director ejecutivo de Greenpeace España. Por más que haya sufrido en sus propias carnes el rigor carcelario de ese modelo de tolerancia que parecía Dinamarca. Los activistas de Greenpeace, con Juancho a la cabeza, que lograron colarse en la cena de gala que servía de colofón a la pantomima de la cumbre enarbolaron unas pancartas que resumían la frustración de millones de personas: menos palabrería hueca y más hechos. Ellos serán la imagen de esta cumbre fallida en archivos y hemerotecas.
Ahora todo ha quedado aplazado, una vez más, hasta la nueva reunión prevista para finales de año en México. Otra cita costosísima –en todos los sentidos– que, visto lo visto, tiene toda la pinta de convertirse en un segundo fiasco. Y, mientras tanto, el reloj sigue corriendo. Los gases con efecto invernadero se acumulan en la atmósfera y el delicado equilibrio del clima mundial, tal y como lo conocemos, seguirá pendiente de unas medidas que nunca llegan.
Tras considerar el problema globalmente, en este número de Quercus nos ocupamos de divulgar sus efectos a escala local. Ahí están, por ejemplo, los altibajos que se han detectado en las poblaciones de aves comunes en Cataluña, con un creciente predominio de las especies de ambientes cálidos y una progresiva retirada de las de climas más fríos. O las mayores distancias que están obligadas a cubrir algunas aves migratorias europeas. En agosto de 2009, una brusca subida de la temperatura del agua causó una alta mortandad de equinodermos en las costas de Granada. Por no hablar del incierto futuro del topo ibérico, una especie endémica de nuestra fauna, que puede utilizarse como testigo, no ya del cambio climático, sino del cambio global.
Minucias, sí. Pero también síntomas inequívocos de que vamos por mal camino. Aplazar una y otra vez las decisiones incómodas pero necesarias es una actitud irresponsable, por no decir infantil. Pero nuestros dirigentes están muy lejos de la madurez en materia ambiental.
El domingo 31 de enero El País abría con una foto espectacular a cinco columnas: tres barcas volvían a navegar por las Tablas de Daimiel, después de muchos meses (o años) de escasez crónica de agua. Quizá fuera la primera vez que el diario más leído de España dedicaba la portada del domingo a una noticia ambiental. El mensaje, por una vez, era positivo: “La resurrección de Daimiel”. Semanas atrás se habían disparado todas las alarmas en el más pequeño de nuestros parques nacionales. La turba, el sustrato seco del humedal, había entrado en combustión espontánea. Siniestras fumarolas se elevaban aquí y allá sobre el paisaje de las Tablas. La pérdida de su estatus como espacio protegido volvía a cernerse sobre el icono de La Mancha Húmeda. Pero las copiosas nevadas de enero y un escuálido y polémico trasvase desde el Tajo habían vuelto a inyectar el agua que necesitaba un parque herido de muerte. La situación de emergencia había pasado, los incendios estaban sofocados y el agua encharcaba de nuevo las Tablas, hasta el extremo de que volvían a ser navegables. ¿Todo resuelto? En absoluto.
Políticos y periodistas dedican ahora su atención a asuntos más acuciantes. Pero el problema de fondo se mantiene con tozudez y plena vigencia. Todo depende de la gestión del agua y allí, en Daimiel, impera la ley de la selva. Nadie sabe cuántos pozos ilegales hay en torno a las Tablas, los acuerdos de riego no se respetan, los contadores de agua nunca funcionan –y, si funcionan, se rompen–, nadie cumple con lo pactado y, lo peor de todo, se alienta un modelo de agricultura totalmente insostenible. No ya desde un punto de vista ambiental, sino incluso económico. El fin irrenunciable es mantener la renta de los agricultores, aunque sea a costa de disparatadas subvenciones, evitar conflictos sociales y amarrar unos cuantos votos para las siguientes elecciones. Todo lo demás es secundario, incluido, por supuesto, el parque nacional, ese maldito terreno improductivo donde los patos son más importantes que las personas.
Para remate, ni siquiera las soluciones invitan al optimismo. La lluvia y la nieve, en cantidades excepcionales, fueron los verdaderos bomberos que terminaron con los incendios. En cuanto al trasvase de agua, se hizo desde el Tajo y no desde la cuenca del Guadiana, a la que pertenece Daimiel, como reclamaban todas las organizaciones ecologistas. En este mismo número de Quercus (págs. 58-59), Alberto Fernández Lop pone el dedo en la llaga: “Daimiel sólo se salvará cerrando pozos y reduciendo los regadíos”. No es un dilema ambiental, sino agrario. Una endiablada maraña cuyo único propósito es convertir el agua, tan escasa como valiosa, en mal vino. Las vides de secano se han ido convirtiendo en espalderas de regadío, que producen más pero de peor calidad. Por supuesto, la Junta de Castilla-La Mancha ha promovido con entusiasmo esta transformación de los viñedos tradicionales, sin importarle lo más mínimo la sobreexplotación del Acuífero 23. ¿Quién se acuerda ahora de aquella sentencia del Tribunal Constitucional que asignaba a las comunidades autónomas la gestión de los parques nacionales? El siguiente capítulo quizá se escriba en Doñana y esté protagonizado por los cultivos de fresas con aguas asimismo ilegales, detraídas con idéntica impunidad de la joya de la corona.
Raro es el número de Quercus en el que no aparece alguna noticia sobre los efectos de los cebos envenenados en la fauna silvestre. En este mismo ejemplar, sin ir más lejos, destacamos la reciente aparición de doce rapaces muertas, entre ellas tres alimoches, en una única finca ganadera de Siruela, al noreste de la provincia de Badajoz. El presunto autor de los envenenamientos ha sido detenido y puesto a disposición judicial (págs. 58-59). El problema radica en que, con ser llamativo, este hecho dista de ser un caso aislado. Por toda la geografía española está muy arraigada la costumbre de recurrir al veneno para mantener libres de depredadores –las antiguas “alimañas”– numerosas fincas ganaderas o cinegéticas. Pero no sólo algunos ganaderos y cazadores desaprensivos recurren al veneno, sino también muchos agricultores que siembran los campos de sustancias tóxicas para atenuar las plagas agrícolas, como hemos tenido ocasión de comprobar no hace mucho con una explosión demográfica de topillos en Castilla y León. ¿Qué cabe hacer ante este auténtico afán por el veneno? Utilizado, no lo olvidemos, de forma ilegal. Como en la persecución de cualquier delito, es preciso prevenir, disuadir, denunciar y sancionar. En primer lugar, el veneno quizá no sea ni siquiera útil para obtener el fin deseado. Y, en segundo lugar, sus daños son tan desproporcionados que usarlo viene a ser como matar moscas a cañonazos. Pero, sobre todo, quienes lo aplican ignoran y vulneran la función básica de cualquier espacio como parte de un ecosistema.
Por todos estos motivos, la Sociedad Española de Ornitología (SEO/BirdLife) ha tramitado ante la Comisión Europea la concesión de un proyecto Life + que, con el título de Acciones para la lucha contra el uso ilegal de veneno en el medio natural en España, va a presentarse este mismo mes de abril de 2010 y se prolongará hasta el 2014. Más de cuatro años de campañas e iniciativas con el objetivo de obtener un significativo avance en la resolución de tan grave problema. Como socios del proyecto figuran la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha y la Fundación para la Conservación de los Buitres, mientras que entre los colaboradores se encuentran el Ministerio de Medio Ambiente y Medio Rural y Marino, la Junta de Andalucía, el Gobierno de Cantabria, el Cabildo de Fuerteventura y la Fundación Biodiversidad. Además, otras ocho comunidades autónomas se han sumado también al proyecto. En otras palabras, no se trata de un saludo al sol. Esta vez va en serio.
Dado que un ámbito muy importante de los proyectos Life + es la difusión de sus fines, campañas y resultados, la Editorial América Ibérica se ha sumado formalmente como colaboradora con cuatro de sus cabeceras: Trofeo Caza, Jara y Sedal, El Mundo del Perro y Quercus. Cuatro publicaciones veteranas y prestigiosas, dirigidas a un público especializado y con evidentes implicaciones en la materia, que ya se habían significado antes como contrarias al uso ilegal del veneno. En este sentido, tanto los responsables de la editorial como los directores de las cuatro revistas implicadas han respaldado sin fisuras este importante proyecto Life + y han acordado convertirse en una plataforma de comunicación estable durante sus cuatro años de vigencia. Un acuerdo que, por supuesto, llena de satisfacción y compromiso a la redacción de Quercus.
Los políticos son especialistas en parar relojes y eludir compromisos. No hay más que echarle un vistazo a este desdibujado Año Internacional de la Biodiversidad. Cuando el plazo de tiempo parecía suficientemente lejano, una bonita e inofensiva campaña marcó el año 2010 como la meta de una cuenta atrás para reducir la pérdida de biodiversidad en todo el mundo. Bien, ya estamos en el 2010 y no se ha hecho apenas nada para evitar el problema. Más bien, todo lo contrario. ¿Algún inconveniente? Ninguno. Volvemos a poner el reloj en marcha, fijamos el siguiente plazo en 2020 y a seguir con el modelo de desarrollo, incompatible con el fin propuesto. No tenemos una bola de cristal ni pasamos por agoreros, pero nos atrevemos a pronosticar que en 2020 las cosas seguirán igual o peor que en 2010. La combinación de buenas palabras y falta de iniciativa parece formar parte del juego, como la corrupción, así que nadie se escandaliza demasiado. Mientras tanto, vivimos inmersos en la sexta extinción global, protagonizada por nosotros mismos. Pero, como bien decía el jefe galo Abraracurcix, temeroso de que el cielo cayera sobre su cabeza, “eso no va a pasar mañana”.
El problema radica en que –¡pobres ingenuos!– estamos muy lejos de poder fijar la verdadera cuenta atrás. Una cosa son las campañas publicitarias y otra muy distinta la realidad. Esa cuenta atrás avanza, inexorablemente, hacia un punto que, para los humanos, será de no retorno. El cielo, o algo parecido, caerá sobre nuestras cabezas si no hacemos algo para evitarlo. Sin documentos, sin presentaciones, sin corbatas, sin festejos y sin años internacionales. En realidad, estos fiascos relacionados con la pérdida de biodiversidad se parecen mucho a los que suelen deparar las reuniones sobre el cambio climático. No en vano ambos conflictos tienen las mismas raíces y, sumados, vienen a componer lo que se ha dado en llamar Cambio Global.
Por otra parte, el Consejo Europeo tiene previsto aprobar cuanto antes la Estrategia UE 2020, que no debe confundirse con la cuenta atrás de la misma fecha. Esta sí que tiene visos de llevarse a la práctica, pues marcará las líneas básicas de la política europea durante los próximos diez años. Vamos que sólo coinciden en la cifra. Además, su principal objetivo está nítidamente marcado y no parece alarmar a nadie: el crecimiento económico de la Unión Europea, un tema que sí debe tomarse en serio. Ecologistas en Acción se ha apresurado a denunciar que la nueva estrategia no persigue “la sostenibilidad ambiental o la equidad social, porque el aumento continuado de la actividad económica es imprescindible para que el sistema capitalista funcione.” Sería como dejar de dar pedales en una bicicleta: “al final te caes, el sistema colapsa.” He aquí el quid de la cuestión. ¿Cómo mantener el actual modelo de desarrollo, basado en el capitalismo, sin perturbar gravemente el escenario en el que todos nos movemos? Visto lo visto, es imposible. Quedan dos salidas: seguir como hasta ahora mientras el cuerpo aguante o buscar un modelo alternativo –y seguramente revolucionario– que invierta la actual tendencia. El ecologismo empieza a ofrecer algunas pautas, como el lema que Ecologistas en Acción propone como fin deseable de la estrategia europea: “menos para vivir mejor en equidad”.
Hace un mes, entre los días 2 y 3 de mayo, tuvo lugar en La Coruña una conferencia para estudiar la reforma de la Política Pesquera Común (PPC) –¡objetivo fijado para el año 2013!– convocada por la Presidencia Española de la UE y la Comisión Europea. A juicio de las organizaciones ecologistas, el resultado fue decepcionante en términos de participación. Es decir, en la declaración final apenas se reflejaron sus reclamaciones habituales en materia de sostenibilidad.
Como era de esperar, el peso de las discusiones recayó en los organismos públicos con competencias en la materia y en los representantes de las grandes empresas pesqueras. ¿Qué pedían los del bando disidente? Apenas nada: un buen funcionamiento de los ecosistemas marinos como garantía de pesquerías sostenibles, ampliar la escasa superficie que se dedica a las áreas marinas protegidas, eliminar los subsidios a la pesca industrial, controlar los descartes y los límites de captura y, en definitiva, que la reforma de la PPC se orientara más bien hacia la pesca artesanal. Evidentemente, en un sector obsesionado por pescar cada vez más y cuanto antes –no sea que se agote– todo esto debe sonar a anatema.
El documento tenía su importancia, porque sobre él trabajarían los ministros de pesca de la Unión Europea en una reunión que se celebró al día siguiente en Vigo. Xavier Pastor, director ejecutivo de Océana Europa, lo resumió en una sola frase: “los ministros de pesca de la UE tienen que comprender que el único camino sensato para superar el degradado estado actual de los recursos consiste en una gestión integral de los ecosistemas basada en la precaución y en una política pesquera que busque la sostenibilidad ecológica”. Con más del 80% de las pesquerías europeas en estado de sobreexplotación parece un buen consejo. Varias organizaciones conservacionistas, reunidas en un encuentro paralelo, recogieron sus reclamaciones sobre conservación del medio marino y de los recursos pesqueros en el llamado Manifiesto de Vigo. Pero, una vez celebradas las reuniones y aireadas sus miserias en la prensa, todo ha quedado aplazado hasta comienzos del año que viene. Para entonces se espera una propuesta de la Comisión sobre una nueva PPC que será debatida y aprobada a finales de 2012. ¿Cabe extraer alguna moraleja? Es evidente que la industria pesquera, con fuertes intereses económicos, intentará imponer sus criterios, los mismos que nos han llevado a la situación actual, más cercana al colapso que a la recuperación. Y no sólo en aguas europeas, sino en las de todo el mundo. Hoy en día, con nuestros caladeros esquilmados, tres cuartas partes del pescado que consumimos procede de otras latitudes. Que se lo digan a los portugueses, que tienen que importar su sacrosanto bacalao de Noruega e Islandia. O a los españoles, que comen atún del Índico. Mientras tanto, voces autorizadas, aunque marginales, seguirán reclamando una explotación racional de los recursos. El eterno dilema entre saqueo y moderación, entre pesca industrial y pesca artesanal, entre acuicultura intensiva y actividades extractivas tradicionales. Dos mundos, dos formas de entenderlo y de habitarlo. Y solamente una tiene posibilidades de prolongarse en el tiempo.
Ni rápida, ni justa. Así ha sido la sentencia del caso Prestige. La lentitud de los tribunales españoles es un mal endémico, pero once años parece un plazo excesivo. Por otra parte, los hechos son incontrovertibles: un petrolero en estado calamitoso, un capitán indolente, unas decisiones políticas totalmente equivocadas y una marea negra que afectó a cientos de kilómetros de costa. Sobre todo en Galicia, pero también en Portugal y Francia. Ante este panorama, la justicia no ha sido capaz de determinar responsabilidades. Es evidente que algo falla.
Bien es cierto que las leyes que rigen el tráfico marítimo son fáciles de sortear, como ha quedado demostrado, y que resulta cómodo echar la culpa al empedrado, en este caso al estado de la mar. La cuestión es que ocurrió lo que ocurrió y todos los implicados se largan de rositas. Un mal precedente que anima a mantener compañías navieras dudosas, chatarras flotantes y personas incapaces en los puestos de decisión. Una vez más, fue la ciudadanía la que, en un hermoso ejemplo de solidaridad que dio la vuelta al mundo, tuvo que remangarse y limpiar la costa a mano con riesgo incluso de su salud. ¿De verdad tenemos los dirigentes que nos merecemos?
A la buena imagen que se estaba granjeando Extremadura, como destino hecho a medida del turismo de naturaleza más exigente, le ha salido una mancha. Pero no una mancha cualquiera, sino un manchurrón sanguinolento que le fue a caer el domingo 8 de diciembre de 2013 en pleno Parque Nacional de Monfragüe, la joya de la corona. Según la Junta de Extremadura, lo que allí se celebró fue una acción de caza destinada al control biológico de ciervos y jabalíes. Pero, si se pregunta a los que asistieron a la matanza como testigos indignados, contestarán que lo único que organizaron fue una montería comercial pura y dura. Las fotos y los vídeos que se han difundido por las redes sociales han llenado de estupor a quienes saben que hay pocos sitios tan adecuados para conocer la fauna silvestre, y disfrutar de ella, como Monfragüe.
No todo iba a ser malas noticias. El mes pasado nos hacíamos eco de una campaña de la organización internacional WWF para detener los sondeos sísmicos en el Parque Nacional de Virunga, hábitat del gorila de montaña (Quercus 340, págs. 50-51). En efecto, la empresa británica SOCO pretendía desde hace un año iniciar una serie de prospecciones petrolíferas en este santuario natural de la República Democrática del Congo. WWF se opuso entonces y a día de hoy lleva recogidas más de 750.000 adhesiones en contra del proyecto. No sabemos las razones últimas y quizá no sean de índole ambiental, pero lo cierto es que a mediados de junio SOCO renunció a sus intereses en el Virunga e incluso se ha comprometido a no plantear nuevas aventuras en espacios declarados Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Todo un éxito de WWF que contemplamos con envidia ante los inminentes sondeos petrolíferos en las islas Canarias. A comienzos del siglo XXI, las inyecciones de dinero o la promesa de puestos de trabajo no pueden convertirse en una patente de corso, en una licencia inapelable para seguir esquilmando los recursos naturales.
Raymond Lumbuenamo, director de WWF en la República Democrática del Congo, se ha apresurado a señalar que “una vez libre de la amenaza del petróleo y con las inversiones adecuadas, el Parque Nacional de Virunga puede convertirse en un motor económico para las comunidades locales.” ¿Cómo? Pues con los gorilas de montaña como reclamo turístico. Nada que objetar mientras las cosas se hagan de forma razonable. Hay grupos familiares de gorilas ya habituados a las visitas periódicas de turistas, cuya estoica actitud permite a los demás permanecer aislados en sus brumosas montañas. Como en tantas otras ocasiones, la clave consiste en acertar con el modelo de gestión.
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