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Junio - 2020    13 de septiembre de 2024

Editorial

Ledanca, kilómetro 95 de la Nacional-II. Viaje de regreso del Delta Birding Festival. Paramos a reponer combustible. Tres llamadas perdidas en el teléfono móvil. Número desconocido. Algo urgente. Hace cien kilómetros no había ninguna. Contesta Rafael Pardo. A duras penas se le escucha entre el fragor del tráfico. Es el presidente del jurado de los Premios de la Fundación BBVA a la Conservación de la Biodiversidad y parece que tiene buenas noticias. ¿Será una broma? Confiesa que, después de tres llamadas fallidas, estaban a punto de pasar al siguiente candidato. Debe tratarse, en efecto, de una broma.

El pasado 13 de agosto el Boletín Oficial del Estado publicó una lista con las 13 especies animales y 19 vegetales que se consideran “extinguidas en todo el medio natural español.” Es una exigencia que establece la Ley del Patrimonio Natural y la Biodiversidad de 2007, cumplida por la Comisión Sectorial de Medio Ambiente en su reunión del 26 de julio anterior. En total, 32 especies. Una de las razones jurídicas de esta lista negra es que no pueden arbitrarse medidas de reintroducción hasta que se hayan dado oficialmente por extinguidas y, claro está, siga habiendo reservas en algún otro lugar. Sin cumplirse dicha formalidad, tampoco pueden destacarse presupuestos destinados a tales fines. Pero a partir de ahora sí.

Durante la mayor parte de nuestra historia evolutiva, los humanos no tuvimos más remedio que compartir territorio con otras muchas especies animales. Unas veces como depredadores y otras como presas. Eso cambió drásticamente hace apenas 8.000 años, cuando la revolución del Neolítico planteó un nuevo escenario en nuestras relaciones con la fauna silvestre, y no ha hecho más que exacerbarse desde entonces. La convivencia más conflictiva era y sigue siendo con algunos competidores directos, a los que hemos erradicado o, en el mejor de los casos, arrinconado hasta lugares donde no molestaran demasiado. Los dos ejemplos más notables de esta desigual batalla son el oso y el lobo, a los que dedicamos muchas páginas en este y en el siguiente número de Quercus. Hace apenas unos años ambos eran considerados alimañas, pero hoy en día se han convertido en joyas zoológicas que merece la pena conservar. Muchos esfuerzos se han invertido en evitar su extinción definitiva y gracias a ellos la tendencia de sus poblaciones ha sufrido un cambio: lo que antes era escaso y remoto ahora empieza a ser más abundante y cercano. Lo cual plantea, claro está, problemas de convivencia.

El nuevo Ministerio para la Transición Ecológica, con Teresa Ribera al frente, ha apuntado ya algunos detalles esperanzadores sobre la política ambiental que podría aplicarse durante los dos próximos años, si es que se lo permite su exiguo apoyo parlamentario. Asuntos tan trascendentes como el cambio climático, las centrales nucleares o la política de trasvases han sido ya comentados por Ribera en clara sintonía con las reivindicaciones históricas de los grupos ecologistas. Confiamos en que este nuevo impulso se extienda también a la conservación de la biodiversidad y recupere el vigor que había perdido en anteriores legislaturas.

En plena canícula, en un mes de julio como este pero de hace cincuenta años, fue fundada la Asociación para la Defensa de la Naturaleza, más conocida por el acrónimo de Adena. Aunque sus siglas, ADN, tampoco habrían estado mal. Más adelante se incorporó al Fondo Mundial para la Naturaleza (World Wildlife Fund) y desde entonces pasó a llamarse WWF Adena y, finalmente, WWF España. En Quercus celebramos su quincuagésimo aniversario con varias páginas firmadas por Juan Carlos del Olmo, su actual secretario general; Joaquín Araújo, uno de sus socios más veteranos; y Teresa Ribera, flamante ministra para la Transición Ecológica, que nos había enviado su artículo antes de que fuera nombrada para tan alta responsabilidad.

El hecho de que España destaque por su biodiversidad tiene, como lado perverso, que los impactos en su medio natural alcancen la magnitud que reflejan las cifras de animales electrocutados, envenenados o atropellados, por poner algunos ejemplos. Quizá sea ese también el motivo por el que los centros de recuperación de animales salvajes desempeñan en nuestro país una labor que, hoy por hoy, nos parece insustituible. Su papel sintoniza plenamente con la demanda de la sociedad y el derecho de los ciudadanos a una vida silvestre bien conservada. Y, por supuesto, a que los animales heridos puedan ser atendidos y rehabilitados en las mejores condiciones posibles, cuando son víctimas, con más frecuencia de la deseable, de los daños que causan las actividades humanas.

Es fácil dejarse llevar por el desánimo ante la avalancha de agresiones que sacuden al mundo natural. La nuestra es una vocación que no termina de acorcharse, como se supone que ocurre en los juzgados de guardia o las urgencias hospitalarias. Sin embargo, si echamos la vista atrás con un poco de perspectiva y optimismo, el balance no es tan sombrío como parece. En un plazo de tiempo bastante breve, por ejemplo desde 1975 y la Transición Democrática, han sido muchas las batallas ganadas, no por la fuerza, sino mediante la razón y el convencimiento.

Ahí tenemos, sin ir más lejos, el trigésimo quinto aniversario del Parque Nacional de Cabañeros, factible gracias a que un puñado de activistas conjurados en torno al grupo Phoracantha lograron lo impensable: que un campo de tiro se convirtiera en espacio natural protegido. La revista Quercus tuvo un papel decisivo en aquella proeza, como recuerda Benigno Varillas unas pocas páginas más adelante, asistido por José Manuel Reyero y otras muchas personas que invirtieron tiempo, entusiasmo y rebeldía en una ocupación simbólica y ya histórica.

No hay nada mejor que un gratificante día de campo para que los naturalistas nos reconciliemos con lo que somos y con lo que nos rodea. Por eso mismo, pocas cosas resultan tan frustrantes como tropezar con puertas, vallas, verjas y cercados que entorpezcan el acceso a esos lugares por los que siempre hemos deambulado para disfrutar con su flora y fauna, contemplar el paisaje o darnos una buena caminata.

A menudo llegan denuncias a nuestra revista que alertan sobre el cierre de caminos por intereses particulares, sin respetar la servidumbre de paso que la ley reconoce a cualquier ciudadano. Así que nos hemos alegrado mucho al saber que –¡por fin!– se han iniciado las labores para deslindar un camino público tan emblemático como el que une las poblaciones gaditanas de Benamahoma y Zahara, en pleno corazón del Parque Natural Sierra de Grazalema.

Quizá parezca que va a más el vocerío de aquellos que quisieran ver al lobo exterminado de nuestros montes. Pero lo cierto es que, quienes resultan imparables y no dejan de crecer, son los que prefieren al Lobo Vivo –así, en mayúsculas–, lema del que también hemos hecho bandera desde Quercus. En nuestros días son ya poco aceptables costumbres antaño tan arraigadas como la exhibición de patéticos animales salvajes en circos y atracciones de feria. Por no hablar de los primates o cetáceos que aún se mantienen cautivos, unos seres tan inteligentes y socialmente complejos. Ante semejante escenario no debe estar lejano el día en el que podamos sellar un pacto de coexistencia con la fauna, al menos en los países occidentales. Pero, hoy por hoy, las relaciones con los animales que más chocan con los intereses humanos se siguen resolviendo a tiro limpio. Un criterio de Paleolítico refinado por la tecnología.

Parece lógico que la responsabilidad de reducir –o, mejor aún, prevenir– la incesante muerte de aves en los tendidos recaiga en las compañías eléctricas y que sean ellas las que adopten, sin necesidad de recordárselo, las medidas necesarias y asuman el coste económico de aplicarlas. No nos cansaremos de insistir en ello desde la Plataforma SOS Tendidos Eléctricos, en la que está integrada la revista Quercus junto con otras entidades conservacionistas.

Decenas de miles de cadáveres al año bajo los postes y los cables de las líneas eléctricas son demasiados como para conformarnos. Por mucho que reconozcamos la buena disposición de algunas compañías al actuar en casos concretos o situaciones puntuales, como cuando salen a la luz mortandades espectaculares en un mismo punto negro, que implican a fauna amenazada o emblemática y que han merecido la alarma social. Muchos de estos casos han quedado reflejados, por cierto, en las páginas de nuestra revista.

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